Por Diego Chiaramoni
La Argentina ha dejado atrás un nuevo ensayo circense de esta democracia formal que ni es social, ni es orgánica, ni mucho menos es directa. Cada domingo de elecciones, el argentino de a pie debe soportar ese repentino acceso de humildad que le brota a los candidatos. Llegan caminando a las escuelas de la mano de sus hijos, relucen sus dentaduras al sol y jamás olvidan frente al micrófono aquella frase fetiche que reza: “Esta es una fiesta cívica…”. Lo cierto es que nunca en la Argentina se votó con tanta regularidad –ad nauseam diríamos -, jamás el pueblo argentino visitó tan seguido el cuarto oscuro como en éstas últimas cuatro décadas y, coincidentemente, jamás el drama abismal de una Argentina rota se profundizó tanto como en estos últimos 40 años. El interrogante se impone por su propio peso: ¿Por qué sucede esto? Analizar sesudamente sus causas y sus polifacéticos elementos ideológicos exigirían un largo tratado, pero intentaremos al menos acercar algunas notas sobre este fenómeno de decadencia.
En una de las publicidades que han minado las pantallas en este proceso electoral, uno de los espacios políticos de peso (peso obtenido a fuerza de la militancia rentada de algunos, la pauta económica de otros y la obsecuencia miope de muchos), proponía lo siguiente: “Sí a vivir tu identidad como se te cante”. Esta sentencia básica, cuasi adolescente, elevada a principio sacro en la sociedad actual, constituye, a nuestro modo de ver, el núcleo del drama argentino, a saber: el culto al individualismo desorganizado y como consecuencia evidente, la abyección hacia la comunidad organizada. Ahora bien, ¿quiénes son los impulsores de este ideario existencial? He aquí la aparente sorpresa. Son los mismos que se dicen herederos de la doctrina que aquí se dio en llamar “Justicialismo”. El corazón de dicha doctrina abraza el concepto y la realización de una comunidad organizada.
Nótese que hablamos de “comunidad” y no de “sociedad”. Ésta última está sostenida por relaciones de orden racional, contractualista y orientada por los fines del mercado. La comunidad en cambio, es la común unión de personas (y decimos “personas”, ni sujetos, ni individuos) cuyo cemento de cohesión lo constituye la encarnación de valores. Valor, hemos dicho alguna vez, es aquello digno de estima que se ofrece a la libertad del hombre para ser encarnado en su historia. Dentro de esa comunidad organizada, la familia se erige como su núcleo y su motor anímico. Esos “herederos”, esquizoides sin hipótesis de conflicto, se arrogan la representación del pueblo, pero gobiernan para las minorías; se llenan la boca hablando de la América morena y militan indigenismo con sede en Londres. Son la mixtura extraña de un progresismo de izquierda, carente de ideas propias y una adscripción acrítica a la social democracia europea. A la par de la reivindicación de lo originario, anhelan sexualidad y droga libre a la holandesa, profundizando aún más otro de los núcleos del drama argentino: nuestra antigua condición de semicolonia extranjera.
La Argentina tiene no sólo su territorio ocupado en aquellas Islas que aún nos duelen, sino también en la extensa Patagonia convertida en un damero de tierras negociables o en laboratorio nuclear de los poderosos del mundo. Pero eso no les basta, también agachan la cabeza ante aquello que Jauretche denominaba “colonización pedagógica”. ¿Y por qué afirmamos esto si Don Arturo es uno de los nombres que ellos mismos elevan a lugar icónico? Muy simple, porque cuando uno les propone vivir como se vive en la Argentina profunda, esa que mora en la intrahistoria de nuestros pueblos, garantía de autenticidad, ellos te dicen que “atrasas 100 años”. Desde su versión ideológica, España llegó a estas tierras para manipular las conciencias y eso es condenable; ahora bien, llevarle feminismo importado a las mujeres de este suelo, eso es “liberación”. Para este pelaje, ser inclusivos (otro término fetiche) es podar el idioma, mutilar las palabras, deformar la lengua que es expresión del pensamiento. Son una elite formada en la eterna matriz del unitarismo universitario porteño, pero con barniz de federalismo. Ellos propulsan el reconocimiento del embarazo como parte de las políticas de seguridad social, es decir, el Estado colabora económicamente ante esa vida que llega y que reconoce como un otro, pero a la par, llama “derecho” a eliminarla. ¿Y de qué depende esa eliminación? Del deseo subjetivo de la mujer. ¿Alguien puede comprender el abismo de horror que significa que un ser humano reciba su dignidad de persona no desde su propia naturaleza sino desde el deseo de otro? Eso representa vivir “como se te cante”.
En un pasado no tan lejano, el hombre argentino hallaba en las denominadas “organizaciones libres del pueblo”, la contención y la elevación en una amplia semántica del “nosotros” sin perder su esencia personal. Los clubes de barrio, las llamadas sociedades de fomento, los sindicatos o las parroquias otorgaban ese marco de familia de familias. Largos años de culto al individualismo y de obturación de la conciencia nacional dan por resultado este presente. El club ya no fomenta, el sindicato es obediente incluso ante un modelo de perversión y muchos pastores contrataron Netflix y se sientan en el confesionario sólo media hora por día, exceptos los lunes.
Llegados a este punto, alguien podrá preguntarse: ¿y del otro lado qué? Del otro lado (que no es tan otro en el fondo), el fino límite entre la eterna esterilidad de quienes jamás han comprendido a la Argentina y el culto sectario de aquella zoncera sarmientina de “civilización y barbarie”. La “oposición” en su vacuidad discursiva, cree que los problemas profundos de la Argentina se resuelven con formalismos republicanos. Tan entregadores como los otros (y aún más), ostentan una nota esencial que los ha distinguido a lo largo de la historia: su falta de piel con el pueblo llano. Cada vez que tuvieron en sus manos el ejercicio del poder, volcaron el carrousel. Su excusa es siempre la misma: “No dejan gobernar”. A tales papanatas de buenos modales hay que recordarles que el poder está para ser ejercido y que nunca es conveniente lanzar las culpas sobre las propias debilidades.
Completando esta escena coral, un liberalismo reeditado que crece más por lo que posee de crítico a la casta política que por persuasión de ideas y una izquierda resentida que no tiene empacho en militarle todas las causas al poder financiero internacional. No abundaremos sobre estas cosas pues ya nos hemos referido al tema en nuestro último artículo.[1]
La libertad personal es un don, sin dudas, pero su exacerbación redunda en aniquilación. “Vivir tu identidad como se te cante” es proponer un conglomerado de islas que jamás llegarán a ser un pueblo. Es el canto de sirena del ego autosuficiente, Narciso adorándose en el lago, reverso del amor auténtico. La identidad, como la verdad, no se construyen, en todo caso se descubren, porque viajan en nuestra propia esencia desde el principio, pero, sobre todo, porque resulta inútil vivir empecinado en querer ser lo que no se es.
La Argentina está rota y entre sus pedazos suena como un eco vivo aquella sentencia de Leopoldo Marechal: “La Patria es un dolor que nuestros ojos no aprenden a llorar”.
Hay saber llorar a nuestros amores rotos. Después del llanto, el alma limpia suele ver mejor.
[1]Ver: Sobre el liberalismo speedy la izquierda edulcorada.