El Diego como medida de la Patria: héroe colectivo contra los que le tienen odio al pueblo. Por Facundo Martín Quiroga

Por Facundo Martín Quiroga*

Ha muerto el Diego… Y aparecen estas inabarcables ganas de trompear a todo aquel que no entienda lo que escriben en la historia las lágrimas del pueblo… Pero calmémonos, dentro de lo posible; reflexionemos, tratemos de entender el por qué, busquemos desenmarañar este marasmo en el que toda la sinceridad y el amor popular se baten a duelo con la imbecilidad oligárquica, cipaya y progresista sabiendo, desde nuestro lugar, quién va a vencer al final.

Pienso, mientras el viento fuertísimo de la estepa seca los dedos, todavía cansinos, tratándose de acoplar a las ideas, y se me aparecen algunos atisbos de lo que significa este dolor inmenso para nosotros. Pero tratamos, a medida que nos recuperamos, de saltar esa espinosa ligustrina del morbo, la farándula, los noticieros… y luego de exhalar, mirando tantas interminables expresiones de amor y memoria, aparece una idea que puede, quizás, servir para desovillar y volver a hacer comprensible todo esto, en medio de una situación de debacle nacional sin precedentes: la idea de que el Diego se nos aparece como medida de la Patria, que es un lugar donde reposa como ningún otro qué tan adentro tenés a la Argentina, y qué tan parte de su Pueblo te considerás.

Partamos de algo que siempre pasó, que es un lugar común de toda la historia de los referentes nacionales por lo menos desde hace cuarenta años: el poder nos sumerge en la costumbre de no tomarnos en serio a nuestros ídolos. De descontextualizar, de deshistorizar a través de numerosas estrategias. Para ello, ponen el foco en los escándalos, en la relación con la prensa, con las mujeres, en lo “personal” (lo personal no sólo no es político, también distrae de lo político)… incluso hasta a los próceres les tocó. Esto, en el caso del Diego, se potencia sobremanera, sabiendo que es el último de los grandes referentes de la cultura nacional.

Pero la operación que el poder ha realizado reiteradas veces con el Diego va mucho más allá de la mera frivolización. Y es así porque su presencia confronta muchos de los imaginarios de la política dominante que se construyeron a lo largo de la historia, y que pretendieron sacar al pueblo y a la cultura popular de la política.

Siempre la política dominante de todo tamaño y color pensó al pueblo como una figura incompleta que diversos sectores reclaman para sí. El Diego viene a poner las cosas en claro porque es la refutación del imaginario, tanto liberal-oligárquico como marxista y progresista, de que el pueblo está incompleto políticamente, de que hay que agregarle “consciencia de clase” según los dialécticos, o pensar por ellos porque, según los liberales, no saben de política o economía, o enseñarles “perspectiva de género” según pretenden los progresistas. Todos ellos refuerzan la idea de que el pueblo no piensa por sí mismo. Y no es casual que tantos resentidos de estos salgan a destilar su monserga en medios y redes. Sencillo: le tienen bronca y odio al pueblo.

En este sentido, el Diego reúne dos cosas que, juntas, causan escozor a las mentes (pos)modernas: la religión y la política. Para éstas, lo primero es pura y exclusivamente de índole privada. El pueblo siempre dotó de un aura religiosa a sus héroes, porque es la forma de expresar su voluntad de justicia más allá de las formalidades que le presenta el sistema, es la forma de contestarle a la desacralización del mundo. Lo mismo ha ocurrido con los santos populares (la Difunta, el Gauchito Gil), obviamente Perón y Evita y también, indirectamente, algunos referentes musicales. Lejos de mostrar una debilidad del pensamiento popular, es justamente éste Pueblo el que elige a quién dotar de trascendencia y a quién no. Y como eso escapa a la voluntad de los políticos de carrera o a la militancia de la de(con)strucción, salen todos ellos a enrostrar la faz oscura del héroe sin entender, o a sabiendas, que se es héroe porque precisamente se la tiene. Es más, el propio Diego la reconoció durante toda su vida.

En la academia se suele enseñar a desconfiar de los imaginarios populares; quizás sea porque buscan tirar para su lado las contradicciones del héroe. La obsesión con la corrección política les da una justificación falaz para vengarse del pueblo, porque no pueden entender lo que pasa cada vez que un verbo se hace carne y habita entre nosotros; mucho menos pueden entenderlo, entonces, cuando se hace inmortal. Por eso hoy la obsesión con el ponerse a la defensiva y discutir aún con el cuerpo recién fenecido es muestra de que se sienten desbordados ante la emergencia de un hecho semejante.

Otra evocación que constituye al Diego en su trascendencia es su relación con la riqueza y el poder. Lo acercó a Evita (además de haberla descosido en los torneos que llevaron su nombre), el hecho de realizar una especie de ostentación irónica: sus excentricidades fueron exhibidas como un permanente enrostrar a los que empobrecieron su infancia y su familia el hecho de que un pibe de barrio esté compartiendo plaza (pero nunca moral) con los viles mercaderes cuyas riquezas se expandían pura y exclusivamente gracias a su figura, y siendo él plenamente consciente de la vileza de sus enemigos.

El Diego es la medida de la Patria; obviamente no es la única, pero hay que tomarse en serio dicha medida. El Diego debería estudiarse, como mínimo, en Historia: esas soporíferas clases de las que poco recordamos deberían partir, por caso, de los goles a nuestro eterno y abyecto adversario, del simbolismo antiimperialista que esto conlleva, del por qué la guerra y el deporte muchas veces son una y la misma cosa. Es condición incluso para forjar un sujeto político nacional, una llave, una vía para empezar a entender un montón de cosas que nos pasaron. Nos ubica en el mundo como argentinos, evento que, en estos tiempos de relativismo trágico y conformista, no es nada despreciable.

El neoliberalismo (y también el progresismo, a su manera), en su obscenidad, transforma la historia y la política en “sólo un juego”. Fiel a su costumbre practicada y trabajada vía marketing político, busca arrastrar al ídolo a su terreno de vulgaridad y cinismo. Esto al punto tal de que convirtieron a su propio cuerpo en el campo de batalla (tal como aconteció en 1994). La tarea siempre fue sacarle al pueblo su capacidad de erigir a un ídolo o a un referente más allá del terreno de su desempeño, sea que la maniobra parta de la dirigencia del fútbol o de cualquier otro ámbito. Pero eso, desde el 1945, es imposible. Y la historia lo merece, merece al ídolo y al héroe, para ser conducida hacia la comprensión de, como decía Scalabrini, lo que significa el subsuelo de la Patria sublevado. En definitiva, lo que hace el Pueblo es enriquecer su cultura contra todo proceso de empobrecimiento impuesto por el poder.

La política posmoderna, ya sea en términos liberales o socialdemócratas, busca siempre, para extenderse en el tejido social, y para destruirlo, que el pueblo no pueda sintetizar lo que la modernidad separa: cultura por un lado, deporte por otro lado, la “persona” más lejos y la política, mucho más aún. Así, su triunfo se enmarca en ideas tan nocivas como el “no meterse en política”, que significó ni más ni menos que no pensar en política. El Diego nos llama a volver a juntar todo lo que la (pos)modernidad busca separar. Porque al poder, cuando tiene que usar el deporte para sus proyectos de dominación, no le tiembla el pulso. Ahora bien, cuando la operación es al revés, es decir, cuando el pueblo hace política con el deporte (“el que no salta es un inglés”), se le frunce el que te jedi tanto al liberal como al progresista. Porque se invierte la intención del poder de tapar la memoria popular. Sólo el Diego llevó a momentos así de sublimes esa fusión; y hubo pocas personas como él en el mundo del deporte.

Los políticos contemporáneos son hijos de la separación, de la fractura, y se forman en esa mirada destructiva. No entienden la política como el periplo de un héroe colectivo simbolizado en la cultura. El Diego es la medida de la Patria porque sintetiza ambas esferas en una sola figura que no tiene su referencia en un gobierno, sino en un Pueblo. Él nos enseña que el deporte es parte fundamental de la cultura, separar cuerpo de mente y de espíritu es una infame maniobra que debe ser desterrada de todos los colegios.

En la Patria Argentina, después de la oposición Pueblo versus oligarquía, la oposición entre los que queremos al Diego y entendemos la dimensión de su persona y su figura para la Nación, en contraposición a quienes no lo entienden o simulan quererlo para vivir de él es la que le sigue, la que completa el cuadro político de la Argentina. La verdadera categoría “transversal”, si se quiere, que los ubica en el plano del pueblo o el antipueblo, es su visión del Diego. Quienes odian al Diego son nuestros enemigos. A medida que se desplaza por la Patria esta gigantesca lágrima de amor popular, deberían dar cuenta, indecisos, de que aún están a tiempo de entender por qué el pueblo, antes que cualquier otra cosa, ama.

*Sociólogo y docente. Nota originalmente publicada en Revista Mogambo, reproducida con permiso del autor.

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