El capitalismo, un obstáculo para la igualdad y la democracia – la historia de EEUU

Richard D. Wolff  *

La relación entre la democracia y el capitalismo pocas veces ha sido analizada en profundidad. El problema es admitir que es un matrimonio imposible. El autor muestra los EEUU como un modelo en el que se han manifestado esas contradicciones.

La Guerra Fría acabó con el legado del New Deal. El paso del tiempo y Trump están destruyendo ahora el legado de la Guerra Fría. Mientras que el capitalismo era cuestionado y desafiado en las décadas de 1930 y 1940, hacerlo se convirtió en tabú después de 1948. Sin embargo, a raíz de la crisis de 2008, se recuperó el pensamiento crítico acerca del capitalismo. En particular, un argumento está ganando terreno: el capitalismo no es el medio para alcanzar la igualdad económica y la democracia, sino más bien el gran obstáculo para su realización.

Durante el New Deal, la administración Roosevelt presionada desde abajo por una coalición de sindicatos (Congress of Industrial Organizations) y por la izquierda política (dos partidos socialistas y un partido comunista), revirtió la dirección tradicional (de desigualdad creciente) de la distribución de la renta y de la riqueza en Estados Unidos. Se produjo un cambio hacia una mayor igualdad. Así, la historia de los EEUU ilustra la idea que defiende Thomas Piketty en su libro El Capital en el siglo XXI (2014) sobre la profundización de la desigualdad a largo plazo, que únicamente se ve interrumpida puntualmente. De hecho, la transformación que provocó el New Deal fue una de esas interrupciones, y estuvo basada en el tipo de impuestos hacia las empresas y los ricos que Piketty defiende ahora para corregir o revertir las desigualdades capitalistas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la reanudación del proceso de acumulación capitalista abatió al New Deal y ha llevado desde entonces al capitalismo global contemporáneo a una nueva profundización de la desigualdad. Lo que Piketty propone ahora de nuevo como una solución, ya ha demostrado ser un remedio meramente temporal. La transformación ha sido a su vez revertida. Después de 1945, las empresas y los ricos utilizaron sus beneficios y sus altas rentas y riquezas para comprar todavía más control de los dos principales partidos políticos. Ese control adicional les permitió desmantelar el New Deal y mantenerlo derribado.

Así, la historia de Estados Unidos ejemplifica algo más que la tendencia capitalista a profundizar en la desigualdad y cómo el uso de los impuestos estuvo en grado de revertir esa desigualdad. También nos muestra cómo y por qué esa transformación no pudo ser más que temporal. La lección de esta historia invita al escepticismo acerca de si las políticas progresistas basadas en impuestos -o, de hecho, cualquier política progresista- puede ser algo más que temporal, dado el probado éxito del capitalismo para revertirlas. Tal escepticismo se fortalece cuando las transformaciones que se han dado en otros países capitalistas se revelan, del mismo modo, como meras interrupciones temporales de una tendencia básica hacia desigualdades cada vez más profundas.

La conclusión que se extrae de la historia de EEUU no es que los esfuerzos para revertir la profundización de la desigualdad estén predestinados al fracaso. Más bien muestra que las meras reformas, como los cambios en la legislación fiscal, son inadecuadas para alcanzar dicho objetivo. Para que las reformas se mantengan -para superar una fragilidad que ya se ha repetido varias veces a lo largo de la historia-, es necesario ir hacia un cambio del sistema de base. Puesto que el capitalismo tiende a profundizar la desigualdad y ha demostrado que puede derrotar las inversiones de esta tendencia -convirtiéndolas en temporales-, es el capitalismo lo que debemos superar para resolver su inherente problema de desigualdad.

Lo mismo puede decirse respecto a la contradicción estructural del capitalismo con la democracia. La etiqueta de “democracia” que muchas naciones modernas usan para describirse a sí mismas ha sido siempre inapropiada. La esfera política es, en efecto, al menos formalmente, un lugar donde las decisiones gubernamentales las toman personas que rinden cuentas, finalmente, en unas elecciones basadas en el sistema una-persona-un-voto. En este preciso sentido, es cierto que los ciudadanos ejercen el derecho democrático a participar en la toma de decisiones que les incumben, por medio del control electoral que ejercen sobre los funcionarios gubernamentales.

Sin embargo, la esfera económica nunca se organizó de una forma democrática. Los líderes de las empresas -los propietarios, los accionistas y los directores que ellos eligen- toman todas las decisiones básicas que afectan a la empresa. Esto incluye decidir qué, cómo y dónde producir, así como qué hacer con los ingresos netos (o excedentes o ganancias) de la empresa. Los líderes no rinden en absoluto cuentas a las personas -todos los demás empleados- que deben que vivir con los resultados de esas decisiones empresariales básicas. Estos empleados son excluidos de participar en las decisiones económicas clave que les afectan y que configuran sus vidas. En resumen, se ha aplicado la etiqueta “democracia” a sociedades cuya esfera política es democrática, al menos formalmente, pero cuya esfera económica no lo es en absoluto.

La rigidez ideológica de la mayoría de las tendencias anti-estatismo en la historia de los Estados Unidos sirvió muy bien para mantener el foco en la oposición entre Estado/público e individuo/privado a la hora de pensar y actuar en favor del cambio social. La democracia se redefinió, en términos prácticos, como la liberación del individuo/privado de la intrusión del Estado/público. La calidad democrática de la empresa individual/privada -la estructura central de la economía- estaba exenta del análisis, en lo que se refiere a su incompatibilidad estructural con la democracia. La naturaleza jurídica de las empresas capitalistas, que tienen personalidad individual igual que las personas de carne y hueso, también ayudó a distraer la atención de su estructura antidemocrática. Del mismo modo, el compromiso del gobierno estadounidense con una “política exterior democrática” fomentó la reproducción en otros lugares de la misma estructura económica antidemocrática que caracterizaba a los EEUU.

El ala derecha de la política estadounidense ha entendido y ha reaccionado desde hace tiempo a los movimientos sociales por la igualdad y la democracia como amenazas al capitalismo. Sus líderes construyen coaliciones tratando de movilizar a la opinión pública contra esos movimientos, en tanto que amenazas al “American way of life”. Esta derecha ha construido su ideología sobre la noción de que la democracia significa que el Estado evite entrometerse en las vidas y las actividades de las personas y las empresas, consideradas ambas como “individuos”. Para ellos, igualdad significa igualdad de oportunidades, no de resultados. Entienden la oportunidad como algo estrictamente desconectado de la riqueza, los ingresos y la posición social de nacimiento de cada individuo.

El ala izquierda de la política estadounidense ha intentado siempre mantener la idea de que el capitalismo es compatible con el igualitarismo y la democracia. También ha defendido que el capitalismo se fortalecería, y no se vería amenazado, si se acercara más a la igualdad y la democracia. En términos prácticos, compitió contra la derecha insistiendo en que las masas -los trabajadores de las empresas capitalistas- perderían la ilusión y la lealtad al capitalismo si este se entregaba a sus tendencias anti-igualitarias y antidemocráticas. El capitalismo, argumentaba y argumenta, se fortalecería y no se vería amenazado por una rebaja de la desigualdad y por una mayor democracia.

Tanto la izquierda como la derecha -y su concreción en la dirección de los partidos Republicano y Demócrata- viven temerosas, conscientes o no, de que la masa, la clase trabajadora, se distancie del capitalismo. “Populista” es el epíteto que expresa actualmente este miedo. Ambos partidos compiten por el apoyo de los líderes del capitalismo -los principales accionistas y las juntas directivas empresariales que éstas seleccionan-, ofreciendo sus estrategias alternativas como una forma de evitar, controlar o canalizar de forma segura la desafección masiva con el capitalismo.

El Partido Republicano ofrece una mezcla de (1) represión a los movimientos sociales igualitarios y democráticos (es decir, populistas), (2) apoyo y subsidio a los capitalistas, y (3) gestos y políticas simbólicas para complacer  a ciertos sectores de la opinión pública (fundamentalistas religiosos, patriotas, nacionalistas anti-inmigración, etc.). El Partido Demócrata ofrece una combinación de apoyo gradual y limitado a los movimientos contra la desigualdad y a favor de más democracia política. Se ofrece a sí mismo como el medio para llevar a los grupos marginales a una participación plena en el capitalismo, manteniéndolos así alejados del populismo. La dirección de cada partido condena a los populistas e intenta asociarlos con el adversario. Los Demócratas ven el populismo representado en Trump; los Republicanos y bastantes Demócratas centristas, en Bernie Sanders. Ambas partes rara vez se refieren al “capitalismo” per se. Ambos se comportan como si no existiera crítica o alternativa alguna al capitalismo, o como si éstas no tuvieran sentido.

No solo el Partido Republicano, sino también el apoyo del Partido Demócrata, sirven y refuerzan al capitalismo, que es un obstáculo básico para la igualdad económica y la democracia. Como ni la igualdad económica ni la democracia han sido nunca alcanzadas, han servido durante mucho tiempo como objetivos a los que ambas partes se han comprometido “de boquilla”. La absurda contradicción de esta posición compartida ahora está dando paso al reconocimiento de que la lección que nos ha dado la historia estadounidense es que existe una necesidad de cambiar el sistema. Si, en lugar de las estructuras empresariales capitalistas, se produjera una transición hacia las cooperativas de trabajadores con organizaciones y procedimientos democráticos -lo que con toda probabilidad supondría una distribución de los ingresos netos entre los participantes de la empresa mucho menos desigual que la que se da en las condiciones actuales- se habría eliminado un obstáculo clave para un movimiento social más amplio hacia la igualdad y la democracia.

* Richard D. Wolff  – Licenciado en Historia por Harvard College; Maestría en Economía de la Universidad de Stanford; Maestría en Historia y Doctor en Economía por la Universidad de Yale; Profesor de Economía, emérito de la Universidad de Massachusetts; Profesor visitante en el Programa de posgrado en asuntos internacionales de la New School University, en la ciudad de Nueva York; autor de “Capitalism Hits the Fan y Capitalism’s Crisis Deepens”. Es fundador de Democracy at Work.

Fuente: www.counterpunch.org – 23-2-18

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