Por Juan Manuel de Prada
Siempre se producen, en el ocaso de todos los imperios, episodios terminales en los que la vileza y la cobardía, la inepcia y el despropósito más chusco, forman amalgama y alcanzan densidad de mugre. El apagamiento de la fe religiosa, la degeneración de las costumbres, la promiscuidad y la molicie acaban prohijando pueblos tan prepotentes como blandulones que, a modo de guinda o forúnculo del pastel, eligen gobernantes catastróficos que les dan la puntilla. Lo pensaba el otro día, mientras escuchaba a la momia Biden en la rueda de prensa (amañada y teatral) que concedió tras los atentados del aeropuerto de Kabul.
Como a nadie se le escapa, la momia Biden está completamente gagá. Es casi doloroso ver su rostro provecto inflado por el bótox, como una careta de carne batracia o genital, mientras balbucea palabras inconexas que le dictan por el pinganillo. Pero hemos visto a otros gobernantes más decrépitos aún que la momia Biden que transmitían una impresión de coraje y dignidad. La momia Biden produce, en cambio, una mezcla de grima e hilaridad, como de caracol al que le hubiesen arrancado la concha y capado los cuernos. Es como si todos los pecados de la nación que acaudilla, dedicada durante décadas a masacrar pueblos, provocar guerras y saquear recursos, se hubiesen concentrado en él -como los pecados de Dorian Gray se concentraban en su retrato-, para escarnio mundial y regocijo de los enanos que se suben a la chepa del gigante.
Estados Unidos es un gigante desfondado que se derrumba aparatosamente ante nuestros ojos, después de crear a los enanos que lo mortifican. A comienzos de los años ochenta, los Estados Unidos tuvieron la ‘brillante idea’ (así la definió Hillary Clinton) de crear una fuerza de muyahidines, a los que equiparon y financiaron, para expulsar a los soviéticos de Afganistán; un procedimiento que luego emplearían también en otras regiones de Oriente Próximo. De aquellos polvos vendrían luego los lodos de Al Qaida y sus escisiones, con el ISIS el frente. Y, después de sembrar el caos durante décadas en Afganistán, Estados Unidos es ahora víctima de lo que Agustín de Foxá llamaba ‘la política del boomerang’, que tarde o temprano acaba volviendo ensangrentado para herir a su lanzador.
Los talibanes y el ISIS, que se declararon guerra mutua hace algunos años, son ambos wahabitas, si bien los primeros profesan ideales nacionalistas y los segundos abogan por la restauración del califato. Resulta especialmente patético comprobar cómo los medios sistémicos tratan ahora de presentar a los talibanes como moderados, frente al radicalismo del ISIS. Cuando lo cierto es que ambos son enanos auspiciados por Estados Unidos, un gigante desfondado que, en el ocaso de su imperio, cuando la vileza y la cobardía, la inepcia y el despropósito, alcanzan densidad de mugre -con la momia Biden haciendo de guinda o forúnculo del pastel-, saborea una leve penitencia a su grave pecado. Una penitencia que, por supuesto, también saborearemos sus colonias.
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