Por Juan Manuel de Prada
Desde que publiqué mis primeras obras dieron en decir de mí que era un escritor ‘barroco’, epíteto que me pareció muy atinado y honroso. Pero pronto fui descubriendo que, al calificarme de ‘barroco’, no me estaban elogiando, sino denigrando, o siquiera despachándome desdeñosamente. Siempre me ha sorprendido la noción peyorativa y por completo equivocada que en España (¡nada menos que en España!) tenemos del concepto ‘barroco’; y, a lo largo de los años, he tratado de encontrar una respuesta a tan grave enfermedad del juicio estético. Creo que al fin la he hallado.
Afirmaba Leonardo Castellani que «la nación que pierde el sentido de lo sacro está perdida»; y añadía que «el sentido de lo sacro no es la religión sino algo anterior a ella; en el cual ella se encarna y a la vez lo estructura, en relación de materia y forma». La pérdida de este sentido de lo sacro dificulta sobremanera el entendimiento de las realidades naturales, que despojadas de su entraña sobrenatural se vuelven antinaturales, según la divulgada sentencia chestertoniana. Esta pérdida del sentido de lo sacro, uno de los signos más clamorosos de decadencia de los pueblos, aflige muy crudamente nuestros estudios académicos, que en el mejor de los casos se quedan reducidos a hojarasca erudita (cuando no a mero refrito y morralla derivativa); de ahí que la mayoría de los estudios dedicados al Barroco adolezcan del mismo mal, que impide la comprensión cabal de una realidad cultural que no es mera reacción al clasicismo, ni tampoco degeneración o agotamiento del mismo, sino la plasmación artística de una determinada concepción del hombre y de su lugar en el mundo que no es sólo ‘teoría’, ni ‘sistema’ filosófico, ni siquiera ‘cosmovisión’ en el sentido moderno de la palabra, sino más bien arte teológico en el sentido más hondo de la palabra. Un arte a la vez apasionado y místico que trata de expresar la tensión dramática entre el destino sobrenatural –glorioso– del hombre y su concreta circunstancia terrenal, por lo común poco gloriosa.
La falta de sentido de lo sacro condujo a Benedetto Croce a definir el Barroco como «una de las variantes de lo feo»; también como «estilo patológico» y «ola de monstruosidad y mal gusto». Eugenio D’Ors, también con escaso sentido de lo sacro, consideraba que el Barroco es una reacción a lo clásico que a lo largo de la Historia adopta diversos avatares: así, consideraba que el Romanticismo es un avatar más del Barroco, dislate en verdad colosal; pues, más allá de que ambos sean rebeliones frente al ‘estilo clásico’, el romanticismo es fundamentalmente un movimiento antropólatra y exasperadamente vitalista (exactamente lo contrario que el Barroco). Por supuesto, expertos posteriores han abundado en estas memeces, a las que han añadido la empanada mental posmoderna, que sólo les permite reparar en la exuberancia formal del Barroco (siempre los árboles impidieron ver el bosque), que a su delirante juicio encubre el «vértigo ante la nada» y no sé cuántas paparruchas más.
Así, el fondo dramático del Barroco es sustituido por un mero culto de las formas; y su estética es percibida únicamente como una pérdida del equilibrio logrado por las formas clásicas y como un cúmulo de laberínticas interrogaciones sin respuesta que el artista barroco resuelve contradictoriamente, porque se halla perdido en una espiral nihilista que encubre su fatal pesimismo. Pero en el arte barroco el culto a las formas es expresión de un drama teológico conscientemente asumido, en el que se juntan la tristeza de la caída y el alborozo del vuelo. Por eso en las creaciones barrocas hallamos a un tiempo culto a las formas que vuelan y a las formas que se hunden, en un abrazo abarcador a la naturaleza humana, lastrada por el pecado y sin embargo codiciosa de su heredad celeste. Esta sensación simultánea de vuelo y de caída es el auténtico equilibrio barroco, que ya no es la falsa armonía clásica, idealizadora de los placeres mundanos, que insta a apurar (según el tópico horaciano del carpe diem), sino equilibrio que subordina la vida a su último fin, que es sobrenatural. De ahí que el Barroco no se recate de mostrar los efectos degradantes de esos placeres, presentándolos como heraldos de muerte y perdición; de ahí que presente el disfrute de esos placeres como una amarga experiencia minada por los secretos microbios de la corrupción física y moral. Por otro lado, el Barroco considera la consecución de esos placeres –que nuestra época presenta como signo de plenitud vital–como una serie continuada de chascos; o, si se prefiere, de desproporciones entre el deseo y la realidad.
¿Se puede decir entonces que el Barroco es un arte pesimista?
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