Alexander Escobar **
La palabra democracia, como la ropa excesivamente usada, se va destiñendo hasta tal punto que ya casi nada queda de su esplendor de origen. Por ello puede servir para todo, aún para los significados más diversos y contradictorios.
El espejismo de una sociedad presentada como democrática impone imágenes de un mundo ajeno al que se vive, a manera de realidades virtuales que predican cambios bajo la ilusión de un pacifismo estéril. Los territorios mentales de grupos humanos y comunidades fueron invadidos, colonizados y dominados hasta devenir en mansedumbre que acepta condiciones de vida infrahumanas como un hecho normal.
El hambre, causa objetiva y análisis de movimientos revolucionarios que pensaron que crearía condiciones para levantamientos populares, hoy se calma no con comida y sublevación, sino con programas asistencialistas que construyen una sociedad de mendigos que besan la mano del amo que les da las sobras que caen de su mesa.
La democracia, convertida en falsedad política, es mutación de un invento mediático que aplica control social a poblaciones que terminaron creyendo que los países se transforman sin luchas de pueblos y comunidades que arriesgan la vida en acciones de hecho contra el Estado. Así construyeron modelos mentales para sociedades que olvidan las luchas de sus muertos, a quienes en vida solo profesan odio porque osaron profanar al nuevo ídolo de la mansedumbre: aquella democracia virtual que impone pacifismo a sus súbditos, mientras despliega violencia contra quienes cuestionan a las estructuras de dominación y clase política enquistadas en el Estado.
Sin importar bajo qué discurso opere, la democracia virtual siempre trae muerte. Sea de paz o guerra el guion representado, asesinar a la oposición política no es una escena opcional a elegir, es regla general que sostiene en el poder a la clase política que se turna el trono con imágenes de palomas blancas o escenas de fusiles y camuflados. Son giros dramáticos del libreto de la infamia emocional que juega con sus súbditos, imponiéndoles odio y sangre durante un periodo de tiempo y luego olvido a nombre de la paz. Pero el odio nunca desaparece. Éste se mantiene como personaje que interpreta el papel de la estigmatización que justifica represión y muerte.
Protesta, rebeldía y levantamientos populares reciben sentencia de muerte social. El pacifismo convertido en mansedumbre de la democracia virtual proscribe las tomas de vías y calles, y toda acción de hecho que confronte con la fuerza a la clase política que gobierna. Dominando lo más íntimo, desde el núcleo familiar la protesta y la rebeldía son satanizadas y transformadas en vergüenza, en formas de vida socialmente incorrectas que deben ser repudiadas y castigadas. Generación tras generación bebe de esta doctrina, reproducida desde la familia, que acepta la represión como un hecho necesario y los crímenes contra la oposición política como eventos sin importancia dentro de la agenda de estigmatización y odio que rinde culto a la muerte.
Bajo este escenario, reflectores y luces del pacifismo y la mansedumbre se mezclan desmovilizando las luchas contra el opresor que viste de democracia, y que intacto sonríe luciendo el traje que esconde las formas más viles y sanguinarias que sostienen la iniquidad del orden político neoliberal.
Pero las luces no ciegan por completo. Parte del público abandona el espectáculo. Los asientos lentamente son desocupados. Y lejos de toda mansedumbre, los discursos de no violencia se muestran estériles, como una ilusión servil a la tiranía que recrea experiencias y personajes foráneos para realidades distintas donde las armas, el paramilitarismo y el control social tecnificado (enfocado a los territorios mentales) aprendieron a contenerles sin mayor esfuerzo; discursos de no violencia que terminan arremetiendo solo contra las víctimas que responden con fuerza a la violencia de un Estado que nunca renuncia a desplegarla contra el pueblo.
Por fuera del espectáculo de la democracia virtual, el influjo de la mansedumbre no llega a pueblos y comunidades que se apartan del libreto de derrota y resignación que impone la tiranía. Así la opresión, que presume controlar y acabar con toda rebeldía, termina confrontada en calles y espacios cotidianos. Sin embargo, son luchas desiguales donde la victoria no siempre llega para el pueblo, dejando la historia a merced de los verdugos que escriben y engalanan sus infamias. Pero para el pueblo no importa las veces que se ufanen de victorias que no merecían, porque sabe que, con cada línea escrita, con cada libro publicado, al final los tiranos solo están escribiendo el aplazamiento de su derrota.
* Enrique Santos Discépolo
** Alexander Escobar – periodista colombiano.
Fuente: Red de Medios Alternativos y Populares (REMAP) – 6-10-17