Por Thierry Meyssan
Todos usan constantemente la palabra “democracia” y los medios masivos de difusión nos advierten sin cesar en contra del comportamiento autoritario de los países no liberales. Pero es fácil comprobar que en Occidente se rechaza toda posibilidad de abrir un debate donde se puedan contradecir tanto la versión oficial sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 como la reacción ante la epidemia de Covid-19.
Las conmemoraciones alrededor del 20º aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 han permitido comprobar la existencia de dos narraciones totalmente contradictorias. Una de ellas se repite sin descanso en la prensa escrita y audiovisual y la otra, diferente, puede verse en la prensa digital. Según la prensa escrita y audiovisual, al-Qaeda había declarado la guerra a Occidente y urdió un crimen espectacular. Pero en la prensa digital se denuncia que aquellos atentados sirvieron para ocultar un golpe de Estado interno en Estados Unidos.
Sin embargo, toda discusión entre los defensores de cada una de esas dos versiones resulta imposible porque una de las partes –los partidarios de la versión oficial– se niega a aceptar el debate. Los defensores de la versión oficial clasifican a todo aquel que la cuestione como «complotista», «conspiracionista» o «conspiranoico». Según ellos, quienes contradicen la versión oficial son, en el mejor de los casos, simplemente imbéciles, y en el peor, gente malintencionada, cómplices –voluntarios o no– de los terroristas.
Esa forma de desacreditar el desacuerdo se extiende ahora a todo acontecimiento político de importancia. Con ello, la visión del mundo que tiene cada uno de esos bandos se distancia cada vez más de la otra.
¿Cómo ha podido surgir una fractura tan grande entre conciudadanos en sociedades que dicen aspirar a la democracia? Esa pregunta resulta especialmente importante en la medida en que la reacción ante esa fractura –ni siquiera es la fractura en sí– hace imposible la práctica democrática.
UNA CONCEPCIÓN ESTRECHA DEL PERIODISMO
Hoy nos dicen que el papel del periodista es reportar fielmente lo que ha visto. Sin embargo, cuando un medio de prensa local nos interroga sobre algún tema que conocemos y luego vemos como tratan ese tema, lo que generalmente sentimos es decepción. Tenemos la impresión de no haber sido comprendidos. Hay quienes se consuelan diciéndose que tuvieron la mala suerte de tropezar con un pésimo periodista y así alimentan su propia confianza en los medios masivos de difusión. Otros, al ver como se deforman las cosas en el tratamiento de temas menores, se preguntan cuán grande puede ser esa deformación cuando se trata de temas realmente complejos.
Por ejemplo:
- En 1989, la multitud que asistía a uno de sus discursos oyó a Nicolae Ceausescu acusar a los fascistas de haber inventado una masacre inexistente en Timisoara. La multitud, indignada, comenzó a corear el nombre de esa ciudad, hubo una revuelta y Ceausescu fue derrocado y asesinado. El canal de televisión local de la ciudad estadounidense de Atlanta (CNN) transmitió en vivo los pocos días que duró aquella “revolución”. CNN se convirtió así en la primera cadena televisiva de información continua en vivo y se elevó al rango de televisora internacional. Hoy se sabe que nunca hubo tal masacre en Timisoara. Todo fue una puesta en escena montada con cadáveres sacados de una morgue. Posteriormente se supo también que una unidad de propaganda del ejército de Estados Unidos tenía una oficina contigua a la sala de redacción de CNN.
La manipulación de Timisoara funcionó únicamente porque se realizó en vivo. Los telespectadores no tuvieron ninguna posibilidad de verificar las afirmaciones de CNN, de hecho ni siquiera tuvieron tiempo de reflexionar. Sin embargo, en el plano profesional, ningún periodista ha osado sacar las necesarias conclusiones de aquel acontecimiento. Al contrario, CNN se convirtió en el modelo a seguir para todas las televisiones de “información continua en vivo” surgidas desde entonces.
- Durante la guerra en Kosovo, en 1999, yo elaboraba un boletín cotidiano donde resumía las informaciones provenientes de la OTAN y los reportes de las agencias de prensa regionales (de países como Austria, Hungría, Rumania, Grecia, Albania, etc.) a las que me había suscrito [1]. Desde el primer momento ya saltaba a la vista que lo que la OTAN “reportaba” no estaba confirmado por las agencias regionales. Estas últimas describían incluso un conflicto muy diferente al que la OTAN presentaba. Se veía que los textos de los periodistas regionales de todos los países, exceptuando los de Albania, coincidían entre sí pero no eran compatibles con los textos de la OTAN. Con el paso de las semanas, las dos versiones se hacían cada vez más diferentes.
En respuesta a esa situación, la OTAN puso la dirección de su comunicación en manos de Jamie Shea. Este último contaba cada día una nueva anécdota del campo de batalla. Muy pronto la prensa internacional dejó de prestar atención a los reportes de los periodistas regionales y comenzó a repetir sólo lo que producía Jamie Shea. La versión de Shea, o sea la versión de la OTAN, se impuso a través de los “grandes medios”, que simplemente ignoraban los reportes de las agencias regionales –así me convertí en el único que divulgaba lo que informaban las agencias regionales. A mí me parecía que ambas partes mentían y que la verdad se hallaba probablemente en algún punto entre las dos posiciones opuestas.
Cuando aquella guerra terminó, humanitarios, diplomáticos y militares de la ONU corrieron a Kosovo. Para sorpresa de todos ellos –y también para sorpresa mía– los recién llegados comprobaron entonces que los periodistas locales habían descrito fielmente la verdad… y que los “informes” de Jamie Shea, a quien los medios internacionales habían considerado como única fuente «confiable» durante 3 meses, habían sido sólo propaganda de guerra.
Los periodistas occidentales que viajaron a Kosovo también pudieron comprobar que habían confiado en alguien que les mentía con el mayor descaro. Pero fueron muy pocos los que modificaron su retórica. Y fueron todavía menos los que lograron convencer a sus redacciones de que la OTAN las había engañado. A fuerza de repetirla, la narración impuesta por la OTAN se había convertido en “la Verdad” que quedaría en los libros de historia, sin tener en cuenta la realidad de los hechos.
LA GRECIA ANTIGUA Y EL OCCIDENTE MODERNO
En la Grecia antigua, las obras de teatro suscitaban intensas emociones entre los espectadores, tanto que algunos temían que los dioses les impusiesen durísimas pruebas. Así que el coro que narraba la historia comenzó a encargarse poco a poco de recordar al público que lo que estaba viendo no era real sino un producto de la imaginación humana.
Esa distanciación entre las apariencias y la realidad, hoy neutralizada por el mito de la «información en vivo», se denomina en el mundo de la psicología como «función simbólica». Los niños pequeños no logran separar las dos cosas, todo lo toman en serio. Pero cuando alcanzamos la «edad de la razón», hacia los 7 años, todos adquirimos la capacidad de ver la diferencia entre lo verdadero y lo que sólo es una representación, una puesta en escena.
En este punto, la razón se opone a la racionalidad. Ser racional es creer únicamente cosas demostradas. Ser razonable es no creer cosas imposibles. La diferencia es enorme porque es imposible encontrar la Verdad basándonos en creencias. La Verdad viene con los hechos.
Cuando vemos aviones que se estrellan contra las torres del World Trade Center y gente lanzándose al vacío para escapar a las llamas, la emoción nos embarga. Cuando vemos las Torres Gemelas derrumbarse, estamos al borde del llanto. Pero eso no debe impedirnos reflexionar [2].
Siempre pueden contarnos que 19 terroristas secuestraron cuatro aviones. El hecho es que ninguna de esas 19 personas aparecían en las listas de pasajeros que efectivamente abordaron esos aviones, así que no pudieron haber secuestrado esas aeronaves.
Siempre pueden repetirnos que el incendio desatado por el combustible de los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas fue tan intenso que fundió las vigas metálicas que sostenían esos edificios, lo cual explicaría su derrumbe. Pero eso no explica que las dos torres se hayan derrumbado sobre sí mismas, en vez de caer hacia los lados… ni tampoco explica el derrumbe –también sobre sí mismo– de un tercer edificio del complejo World Trade Center, edificio que no fue alcanzado por ningún avión. Para que un edificio se derrumbe sobre sí mismo hay que volar sus cimientos y a la vez hacer estallar dentro del edificio cargas explosivas convenientemente distribuidas de arriba abajo para que cada piso caiga sobre el piso inferior siguiente.
Pueden seguir repitiéndonos que algunos pasajeros de los aviones secuestrados lograron comunicarse telefónicamente con sus familiares antes de morir. Pero las compañías telefónicas no tienen nada que demuestre la realización de tales llamadas telefónicas.
Siempre podrán seguir diciéndonos que un Boeing 757 se estrelló contra el Pentágono. El problema es que un avión tan grande (casi 14 metros de altura y 41 metros de envergadura) tendría que haber causado mucho más estragos en la fachada del Pentágono.
Los testigos pueden contradecirse entre sí pero algunos testimonios entran en contradicción con los hechos.
¿POR QUÉ ACEPTAMOS QUE NOS ENGAÑEN?
Queda una pregunta de la mayor importancia. ¿Por qué aceptamos que nos engañen? Eso es lo que sucede cuando nos parece más difícil aceptar la Verdad que aceptar la mentira.
Por ejemplo, cuando el hijo del presidente de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas de Francia denunciaba –durante años– que su padre lo violaba todo el mundo se compadecía de los delirios del pobre muchacho y elogiaba al padre que sufría en silencio la locura de su hijo. Cuando la hermana de la víctima publicó un libro de testimonio, todos se dieron cuenta de que el muchacho siempre había dicho la verdad y su padre fue obligado a dimitir. El violador escapaba a la justicia por ser quien era: ex diputado en el Parlamento Europeo, presidente de la institución emblemática de toda la clase político-mediática francesa y presidente de Le Siècle, el club privado más distinguido y exclusivo de Francia.
¿Por qué se sigue creyendo que al-Qaeda fue responsable de los atentados del 11 de septiembre de 2001? Porque el general Colin Powell, como secretario de Estado de Estados Unidos, se presentó en persona para afirmar eso ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero se olvida que ese mismo Colin Powell ya había mentido años antes, cuando “confirmó” el cuento de los soldados iraquíes que supuestamente habían dejado morir bebés prematuros cuando invadieron Kuwait. Tampoco se dice que también mintió para imponer la historia de las armas de destrucción masiva que supuestamente tenía el presidente iraquí Saddam Hussein. Esos antecedentes no importan… es el secretario de Estado de Estados Unidos y hay creer lo que dice.
Además, si ponemos en duda la palabra de Colin Powell, tendríamos no sólo que preguntarnos por qué invadimos Afganistán, y luego Irak, etc. También tendríamos que preguntarnos, sobre todo, por qué mintió.
LA REACCIÓN ANTE EL COVID-19, OTRO 11 DE SEPTEMBRE
El enigma del 11 de septiembre no es cosa del pasado. Nuestra comprensión de todo lo sucedido durante los últimos 20 años depende de la verdad sobre aquel acontecimiento. Mientras no tengamos debates contradictorios entre defensores y críticos de las dos versiones de aquellos hechos, seguiremos reproduciendo esa fractura frente a todos los temas de importancia mundial.
Hoy estamos viviendo otra catástrofe: la pandemia de Covid-19. Todos hemos visto como un gran laboratorio –Gilead Science– sobornó a los editores de la publicación médica The Lancet para que denigraran un medicamento: la hidroxicloroquina. Gilead Science es la compañía antiguamente dirigida por Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de Estados Unidos durante los hechos del 11 de Septiembre. Gilead Science producía precisamente un medicamento contra el Covid-19: el Remdesivir. El resultado de toda aquella historia de soborno es que ya nadie se atreve a buscar algún tipo de medicamento para curar el Covid-19, todo el mundo apuesta por la esperanza de las vacunas.
Como secretario de Defensa, Donald Rumsfeld ordenó a sus colaboradores elaborar protocolos que debían aplicarse en caso de ataque bioterrorista contra las bases militares de Estados Unidos en otros países. Luego ordenó a uno de aquellos colaboradores, el doctor Richard Hachett –quien era miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos– extender la aplicación de ese protocolo a toda la población civil estadounidense ante un posible caso de bioterrorismo contra el país.
Fue precisamente el doctor Richard Hachett quien propuso el confinamiento obligatorio de la población sana ante el Covid-19, medida que encontró el rechazo inmediato de los médicos estadounidenses, empezando por el profesor Donald Henderson de la universidad John Hopkins [3]. Los médicos que se pronunciaron contra el confinamiento de la población sana estiman que Donald Rumsfeld, el doctor Richard Hachett y el consejero de estos personajes, el alto funcionario Anthony Fauci, no eran otra cosa que enemigos del juramento de Hipócrates y enemigos de la humanidad.
Cuando apareció la epidemia de Covid-19, el doctor Richard Hatchett ya había logrado convertirse en director de la CEPI (Coalition for Epidemic Preparedness Innovations), una coalición creada por el Foro de Davos y financiada por Bill Gates. Hatchett fue el primero en decir que «estamos en guerra» al referirse a la epidemia de Covid-19, fórmula retomada de inmediato por su amigo, el presidente francés Emmanuel Macron. Fue Hachett quien promovió el confinamiento de la población sana… como se había previsto hace 15 años en el marco de la «guerra contra el terrorismo».
Mientras tanto, Anthony Fauci seguía siendo alto funcionario y había desviado fondos federales para financiar investigaciones ilegales que, precisamente por ilegales, no podían hacerse en Estados Unidos… así que Fauci organizó su realización en el laboratorio chino de Wuhan.
Normalmente, los profesionales de la medicina habrían tenido que rebelarse otra vez contra el confinamiento obligatorio de la población sana. Pero no lo hicieron. Consideraron masivamente que la gravedad de la situación justificaba la violación del juramento hipocrático.
Actualmente, los países occidentales que siguieron los consejos del doctor Hatchett y que creyeron las mentiras de Gilead Science presentan un balance aterrador ante la pandemia. Estados Unidos ha registrado 26 veces más fallecimientos por millón de habitantes que China y la economía estadounidense está devastada.
Todo lo anterior merecería ser objeto de debates. Pero no hay debate. Preferimos ver nuestras sociedades dividirse otra vez entre partidarios de Anthony Fauci y defensores del profesor Didier Raoult [4].
CONCLUSIÓN
En vez de conversar civilizadamente y de confrontar argumentos serios, se están organizando falsos debates entre los repetidores del discurso dominante y defensores de las opiniones más grotescas.
Es inútil pretender que vivimos en democracia si nos negamos a discutir seriamente sobre los temas más importantes.
Thierry Meyssan
[1] Le Journal de la guerre en Europe.
[2] Sobre la significación política de los atentados del 11 de septiembre de 2001, ver «20º aniversario de los atentados del 11 de Septiembre. Hoy todo da la razón a Thierry Meyssan», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 31 de agosto de 2021.
[3] «Covid-19 y “Amanecer Rojo”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 28 de abril de 2020.
[4] Ante la epidemia de Covid-19, el epidemiólogo francés Didier Raoult se pronunció por el uso de la hidroxicloroquina para curar el Covid-19, por lo cual ha sido objeto de graves ataques mediáticos y políticos en su propio país. Nota de la Red Voltaire.
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