¿Hasta cuándo? La injusticia enseñoreada en el poder

Por Julio Maier *

Por sus antecedentes académicos, por su especialidad en Derecho Penal, por su condición de Profesor Consulto, su palabra está avalada, además, por su sapiencia y su compromiso político. Acumular estas condiciones es poco frecuente.

Supe que vida y salud de Milagro Sala corrían peligro si ella no salía de la cárcel. Decidí callarme para no interferir en una solución en la que nunca creí y que yo vivo desde afuera, como ella misma me lo hizo saber cuando la visité en la cárcel. Hoy ella ya está fuera de la cárcel, al menos formalmente, y yo, según creo, fuera del riesgo que no quise provocar. Quiero decir, entonces, un par de cosas. En primer lugar, nunca creí en la solución que elaboró la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Como todo organismo burocrático no fue contundente y dejó resquicios para la interpretación de nuestros jueces actuales: en lugar de disponer la liberación lisa y llana, prefirió darle opciones a quienes ya habían mostrado sus uñas, sus odios, y hasta dónde el Derecho les importa un bledo. Sólo cambiaron el lugar de encierro y se dieron el lujo de “basurear” a la mentada Comisión.

A semejanza de un jerarca nazi, recluido en una cárcel que sólo lo albergaba a él, destinaron a la reclusa, maliciosamente, a un domicilio que no es el de ella, destruido, custodiada por fuerzas armadas, que se encargan de hacerle cumplir un reglamento inventado por los jueces para la ocasión y sin fundamento alguno. La solidaridad pudo remontar el abandono y la ruina del nuevo hogar, pero no podrá devolverle la libertad, ni siquiera en el mínimo que representa la llamada detención domiciliaria. Ni criminales ya declarados culpables de horrendos crímenes son recluidos de esa manera cuando se les concede el cumplimiento de la pena en sus domicilios. De frente a esa realidad, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos debería aclarar la medida ordenada por ella misma, ya ordenando lisa y llanamente su liberación, ya con claridad y precisión en las pautas que gobiernan su detención domiciliaria, solución que siempre le dejará a jueces banales e impúdicos resquicios interpretativos.

En segundo lugar, la medida adoptada ni siquiera alcanza a otros encarcelados por la misma persecución que sufrió Milagro Sala. ¿Qué será de ellos?, que no disponen de la misma notoriedad que ampara a Milagro Sala. No conozco en firme las razones que ha tenido la CIDH para proteger a Milagro Sala, pero no me cabe duda que los demás encarcelados sufren injustamente un castigo “preventivo”, sin condena e infundado. Pregunto: ¿la Comisión no se ocupa de los ciudadanos simples, comunes, del montón?

En tercer lugar, no les bastó al gobierno y jueces jujeños la destrucción de una vasta obra social, que no tenía sentido dejar abandonada: el odio de clase y raza exigía ese sacrificio. Pero, además, como dijo un amigo, carecen de pudor. Ya no le imputan a Milagro Sala instigación a tirar huevos, y pretenden castigarla a penas de prisión prolongadas por ello, sino que, increíblemente (ver Verbitsky, PáginaI12, domingo 3/9), le atribuyen –y, seguramente, a la organización que dirigió– homicidios dolosos varios, incluso de personas que murieron por muerte natural, tratándolos de asesinos.

A todo esto, el gobierno nacional no sólo consiente ese trato y se lava las manos, como Pilatos respecto de la condena de Cristo, sin reconocer que es la Nación el sujeto de Derecho internacional obligado por los tratados y convenciones internacionales que ella suscribe y ratifica, sino que, además, nos sume en la vergüenza que significa amparar al delito de desaparición forzada de un ciudadano –¿dónde está Santiago Maldonado?– y de calificar a siete indígenas, pertenecientes a pueblos originarios, de terroristas internacionales, aliados de los más macabros grupos que provocan masacres y, aún más, protegidos y subsidiados por esas organizaciones.

La lista de agresiones a la vida democrática no acaba aquí, pero tampoco es necesario agotarla para concluir, como ya lo he hecho en exposiciones no publicadas, en que el Estado social y democrático de Derecho no finaliza en la verificación de comicios libres y sin fraudes –hasta esto último es discutible en nuestra situación actual–, sino que sólo comienza allí. Para todos estos desaguisados nuestra Constitución nacional tiene remedios para reparar la vida democrática no bien el Congreso de la Nación se ponga los pantalones largos, y diputados y senadores no ocupen bancas sólo para calentar los asientos y cobrar sus sueldos a fin de mes.

* Julio Maier (1939) – Abogado, Facultad de Derecho y Ciencias sociales de la Universidad Nacional de Córdoba; Posgrado en Filosofía jurídica, Derecho penal y Derecho procesal penal en la Universidad de Munich (R.F. de A.); becario del Deutscher Akademischer Austauschdienst (DAAD, R.F. de A.); Profesor Titular Consulto de Derecho penal y procesal penal (U.B.A.).

Fuente: www.pagina12.com.ar – 23-9-17

 

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