Por Juan Manuel de Prada
Durante las últimas semanas, las cifras diarias de fallecidos por coronavirus han resultado llamativamente abultadas; sobre todo si consideramos que las últimas variantes de la plaga cursan leves o inocuas en la mayoría de los casos. Tan abultadas que finalmente los mayorales del rebaño han reconocido que están computando como fallecidos por coronavirus a los ingresados en los hospitales por las más variopintas razones que dan un resultado positivo en una prueba de PCR.
Se trata, en verdad, de un ‘protocolo’ médico por completo desquiciado. Fallecidos por cáncer o víctimas de accidentes de tráfico están engordando absurdamente las estadísticas de fallecidos por coronavirus, que luego los mayorales del rebaño utilizan como excusa para imponer restricciones dementes o justificar la imposición del llamado ‘pasaporte Covid’ (en realidad una licencia para contagiar). Del mismo modo que, al principio de la plaga, las cifras de fallecidos se minimizaban porque los políticos querían ocultar su fracaso, después se han exorbitado para impulsar campañas de inoculación indiscriminada y favorecer así los designios de la industria farmacéutica. Pero en las cifras infladas de las últimas semanas podría ocultarse una realidad todavía más pavorosa.
Diversos médicos han acudido a nosotros durante las últimas semanas. Son personas invadidas por el temor que nos hablan de un crecimiento innegable de ictus, infartos y otras afecciones cardiovasculares graves, también de neumonías, en personas completamente inoculadas. ¿Están provocando las terapias génicas experimentales reacciones adversas de desenlace funesto que se camuflan en las estadísticas como fallecimientos por coronavirus? Estos médicos que acuden a nosotros así nos lo aseguran; pero cuando los exhortamos a proclamarlo desde los terrados se escaquean, alegando que si hicieran tal cosa serían de inmediato represaliados. Entretanto, empiezan a publicarse noticias que reconocen que las terapias génicas experimentales aumentan el riesgo de sufrir diversos efectos adversos.
Algunos optimistas auguran un inminente derrumbe del ‘relato’ oficial. Se equivocan. Muchas sociedades europeas se han convertido en infiernos distópicos, en donde la estigmatización de las personas no inoculadas ha alcanzado cotas monstruosas. Los políticos que han propiciado tales infiernos -pienso en gentuza proterva como Macron o Draghi- y destruido las vidas de los no inoculados (dejándolos incluso sin trabajo) saben que si ahora diesen marcha atrás tendrían que enfrentarse a denuncias que podrían llevarlos incluso a la cárcel. Así que no van a dar marcha atrás. Saben que cuentan con el respaldo de unas masas tragacionistas que, en medio de su tribulación, han hallado un consuelo abyecto en la persecución de sus compatriotas no inoculados; y van a seguir persiguiéndolos sin descanso, para que no haya población de control, para que no quede constancia de sus crímenes, para salir indemnes del infierno que ellos mismos han creado.