Por Ricardo V. López
Parte II –Medellín y Puebla – una reinterpretación de la herencia de Jesús
El mayor fruto de la Asamblea de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en 1968 fue haber dado a luz una la Iglesia latinoamericana, en su cualidad de latinoamericana. Los Documentos de Medellín representan el “acto de fundación” de la Iglesia de América Latina (AL) a partir y en función de sus pueblos y de sus culturas. Esos textos constituyen la “Carta magna” de la Iglesia del Continente.
Ahora bien, releyendo hoy los documentos de Medellín impresiona el vigor y la audacia de su expresión, o, para decirlo en pocas palabras, su “pathos profético”, típico de los textos originarios y fundantes de la tradición judeocristiana. Se trata de una recuperación del lenguaje de los verdaderos “Padres de la Iglesia”, ahora en manos de los Padres de la Iglesia latinoamericana como tal.
Camino histórico de la Iglesia de América Latina
Un fenómeno estructural es la reconstrucción de una iglesia que, hasta Medellín, funcionó mirándose en el espejo del modelo de la Iglesia europea, en su modo de organización, en su problemática teológica y en sus propuestas pastorales. Se puede afirmar que no se había tomada real consciencia de que una iglesia debe encarnarse en la cultura a la que pertenece. Dice Clodovis Boff [1] en un trabajo que tituló La originalidad histórica de Medellín publicado en www.servicioskoinonia.org/relat Nº 203:
Era una “iglesia-reflejo” no una “iglesia-fuente”. Por lo tanto, la Iglesia latinoamericana, en lugar de ser la iglesia de América Latina, era más propiamente la Iglesia europea en América Latina. Era, de hecho, una iglesia en estado de minoría de edad, tutelada, privada de su legítima autonomía institucional. A pesar del Vaticano II, que dio un gran impulso a las iglesias locales; el Pontificado de Pablo VI favoreció mucho ese proceso de descentralización y afirmación de esas iglesias; falta mucho aún para que lleguemos a la justa autonomía de las iglesias locales: faltan sobre todo las garantías institucionales y canónicas para tornar irreversibles esos logros.
La definición de Clodovis Boff respecto de la tutoría a que se sometían las iglesias de América, destaca la conmoción que sintieron por las fuerzas espirituales que emanaron del Concilio Vaticano II, que había cerrado sus sesiones en 1965. Tres años después los obispos de América se reúnen en Medellín (Colombia). Hasta entonces estas Iglesias funcionaban, sustancialmente, como una extensión de la Iglesia europea:
Efectivamente, en un primer momento, la Iglesia en América Latina fue una iglesia ibérica, ya fuera española o portuguesa. Era, en sentido cultural del término, una iglesia “colonial”. Es verdad que hubo algunos intentos por crear aquí una “cristiandad tropical”, como fue la utopía de los “Doce apóstoles” franciscanos en México, en los inicios del siglo XV. Pero esos ensayos no cuajaron y, tal vez, no era su tiempo. Los grandes Sínodos realizados en América Latina en el siglo XVI, como el de México y el de Lima, son meras aplicaciones de doctrinas europeas. En un segundo momento tenemos en América Latina una Iglesia “romanizada”. Fue cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, por varias causas, el modelo ibérico fue suplantado por el fenómeno de la llamada “romanización”. Esta se caracterizó por ser un modelo de iglesia extremadamente centralizado en el clero.
El paso siguiente, en esto que podemos denominar el despertar de las iglesias de América Latina, se produce en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizado en 1979 en Puebla de los Ángeles (México). Una especial definición, de muy importantes repercusiones fue la Opción preferencial por los pobres, convertida en un principio central de la teología de la liberación de origen latinoamericano. Si bien la idea general de la importancia de los pobres se encuentra presente desde el inicio de la teología de la liberación, a fines de la década de 1960, la noción aparece explícitamente en el documento final. Esa necesidad está expresada con toda claridad en estas palabras:
La verdad que debemos al hombre es, ante todo, una verdad sobre él mismo. Como testigos de Jesucristo, somos heraldos, portavoces, siervos de esta verdad que no podemos reducir a los principios de un sistema filosófico, o a pura actividad política; que no podemos olvidar ni traicionar. Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes. ¿Cómo se explica esa paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo.
En esta misma tarea de recuperación de contenidos humanos, paulatinamente dejados de lado por una cultura que ha hecho del consumo la actividad fundamental del hombre y la meta de su felicidad, se presenta como una necesidad impostergable, abordar con otra actitud el precioso legado de la sabiduría bíblica, tan despreciada hoy por la filosofía de la Ilustración y sus derivados. Por ello, las palabras del investigador Edgar Durini Cárdenas [2] nos recuerdan cómo valorar los aportes de los textos judeocristianos en la línea interpretativa de la liberación de los pueblos:
Las experiencias históricas de la liga tribal y de las primeras comunidades cristianas aportan valiosos elementos para las acciones de los cristianos en el mundo actual, vinculados entre otras cosas a la posibilidad de construcción de una organización económico-política comunitaria y de una sociedad sin clases sociales. Las tribus de Yahvé y los seguidores de Jesús estaban unidos por un pacto religioso y por un sueño común, que ahora se concebiría como un proyecto democrático-participativo, contra la injusticia social y a favor de los pobres de todas las naciones. Y es en función de ello que deben asimilarse las lecciones históricas para los creyentes en la actualidad.
Otro tanto debe decirse respecto al concepto liberación. La expectativa que se había generado en este continente con las posibilidades que prometía, en la década de los sesenta, la idea de desarrollo, se vieron frustradas. Dieron paso a la comprensión de la necesidad de plantear el tema en términos de liberación nacional. Es por ello que Gerardo Farrell [3] (1930-2000) afirma que:
En Medellín, el Episcopado descubrió viva, en los pueblos del Continente, la dimensión política… La voluntad de las naciones latinoamericanas por ser sujetos de la historia actual, llevó a trascender el planteo más economicista de la dupla desarrollo-subdesarrollo… hay en Medellín una apreciación de los valores que tiene la cultura latinoamericana, y que manifiesta que estos pueblos poseen ya radicalmente la misma liberación que luchan por alcanzar más plenamente.
Leonardo Boff [4] (1938) sostiene que ese cambio de perspectiva parte de una relectura del texto bíblico del Éxodo; por ello, puede afirmar que:
«Encontramos en la tradición bíblico-teológica una temática inmensamente rica en dimensión hermenéutica de los acontecimientos históricos: el tema de la opresión y del éxodo de Egipto».
Esa situación en que se encontraba el pueblo hebreo, sometido por el Faraón y su posterior proceso de liberación, permitió a los rabinos una reflexión teológica que es releída a la luz de la especial situación de dependencia de América Latina. Leamos más extensamente a Boff:
Toda la conciencia de Israel estuvo marcada profundamente por la dialéctica opresión-éxodo. Históricamente, el éxodo de Egipto fue un hecho sin especial relieve histórico. Pero aquellos acontecimientos revelaron la estructura de todo verdadero proceso de liberación… un entorno vital se vuelve opresor y por eso insostenible, se instaura una crisis generalizada, surge la contestación, se elabora el proceso de liberación, chocan las fuerzas contrarias, se impone una salida y una completa desinstalación, se elabora un nuevo entorno vital más libre y humanizado. Por eso, éxodo en un sentido teológico y estructural no significa una salida geográfica y el abandono de un territorio, sino un despojo de las categorías con que arrostramos una situación y que nos permite permanentemente mantener la historia en proceso, sin congelarla en instituciones opresoras.
[1] Es uno de los hermanos de Leonardo Boff, seis años más joven; es teólogo, filósofo, escritor y profesor brasileño, cercano a la Teología de la Liberación, enseña en la Pontificia Universidad Católica.
[2] Consultor e investigador independiente de Guatemala, miembro de La Red Académica Iberoamericana Local-Global.
[3] Teólogo y profesor de Sociología Pastoral y de Doctrina Social de la Iglesia en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina y de Sociología en la Universidad de Morón.
[4] Teólogo, filósofo, escritor, brasileño. Durante 22 años, Profesor de Teología Sistemática y Ecuménica en el Instituto Teológico Franciscano de Petrópolis y de Teología y Espiritualidad en varias universidades.