Por Juan Manuel de Prada
El sufragio universal, nos enseña Gómez Dávila, «no pretende que los intereses de la mayoría triunfen, sino que la mayoría así lo crea». Las elecciones en Estados Unidos fueron fraudulentas, pero no en el sentido que pretendía el cantamañanas de Trump; lo fueron, simplemente, al modo en que lo son todas.
La democracia, cuando se entiende como fundamento y no como forma de gobierno, es un fraude en sí misma porque se funda en un grosero error filosófico que conviene al Dinero, para convertir a los pueblos en amasijos de carne esclava de sus pulsiones. Según este error grosero, la naturaleza humana no es siempre la misma, sino que progresa indefinidamente mediante la conquista de nuevos «derechos», hasta alcanzar un
prometido paraíso en la Tierra, del cual estaremos más cerca cuanto más progresemos. Así pues, en democracia siempre ganan los progresistas, incluso cuando pierden, pues obligatoriamente los conservadores, para satisfacer las expectativas generadas por la propia democracia, tienen que volverse progresistas de vía lenta. Parafraseando a Foxá, podríamos afirmar que pretender combatir el progresismo con la democracia es como ir a cazar un león llevando como perro a una leona preñada de león; pues la democracia lleva en sus entrañas el progresismo.
Trump nunca olió esta evidencia. De ahí que se dedicase a manotear y patalear, pretendiendo probar a toro pasado un fraude electoral, en lugar de impedirlo, fundando antes de convocar elecciones una empresa pública que garantizarse un recuento rápido y limpio. Pero todos los manoteos y pataleos de Trump sólo han servido, a la postre, para distraer a sus adeptos de la cruda realidad: Netanyahu felicitó cálidamente a Biden por su victoria electoral a las pocas horas de iniciarse el escrutinio; y Twitter, a la misma hora, empezó a censurar los mensajes de Trump. Si Trump no fuese un completo cantamañanas, habría entendido desde ese mismo instante su situación; y, en lugar de dedicarse a engañar a sus adeptos con «trumpantojos» de fraude electoral, se habría dedicado a revelarles, cinco años atrás, las reglas del juego democrático, que deciden los amos del Dinero. Y en esas reglas de juego el progresismo siempre gana, por la vía rápida o por la vía lenta.
Pero no tuvo redaños para denunciar el complot oligárquico-financiero que se oculta bajo la máscara simpática y engañosa de la democracia. Y se conformó con ser un cantamañanas que vociferaba machadas en Twitter (donde, además, le ponían sordina). Y encima, cuando sus seguidores se mostraron dispuestos a seguirle, los dejó tirados, sumándose a las condenas enfáticas que los amos del Dinero han hecho del asalto al Capitolio. Un asalto que, por cierto, no es otra cosa sino una versión modosita y pueril de lo ocurrido -por ejemplo- en la plaza de Maidan, que los amos del Dinero sin embargo aplaudieron a rabiar y apoyaron hasta lograr el recuento electoral que les convenía. La democracia siempre gana, por las buenas o por las malas. That’s all, folks.
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