Por José Natanson *
El capitalismo, después de la caída del Muro de Berlín, está logrando recuperar, en la relación capital-trabajo, el terreno perdido desde la posguerra. Intenta reproducir las condiciones imperantes en los comienzos del siglo XX. El avance de la tecnología se presenta hoy como un aliado del capital.
Aunque probablemente Jeremy Rifkin se haya apurado en pronosticar su final (1), el mundo del trabajo experimenta cambios acelerados. Consecuencia de la robotización de los procesos productivos, la liberalización del comercio y la deslocalización –el 70 por ciento de los celulares y el 60 por ciento de los zapatos que se consumen en el mundo se producen hoy en China– (2), el universo de los trabajadores de los países industrializados se ha ido heterogeneizando hasta configurar dos planetas distintos, que viven uno al lado del otro pero cada vez más desconectados entre sí.
De un lado, una élite profesional ultracalificada que se desempeña en los núcleos dinámicos de investigación y desarrollo, políticamente sensible a las propuestas liberal-progresistas, tolerante y cosmopolita, que valora la diversidad, ama conocer otras culturas y cuando viaja elige los vinos del lugar. Del otro, una masa de trabajadores excluidos por la disminución del empleo industrial, condenados a la tercerización y la precariedad de regímenes de trabajo de corto plazo, inestables y mal pagos, que ya no se organizan en función de ciertas destrezas u ocupaciones sino en torno a “bloques de tiempo”, que es lo que compra una compañía de limpieza, vigilancia o incluso atención al público cuando los contrata.
Los nuevos empleos creados por las industrias del conocimiento en áreas dinámicas como el software, la biotecnología o los segmentos avanzados del sector servicios no alcanzan a compensar el encogimiento del trabajo fabril puro y duro. El fenómeno excede al problema de la desocupación: en Estados Unidos, por ejemplo, el desempleo es de apenas el 4,7 por ciento, cerca del umbral de pleno empleo, pese a lo cual la desigualdad y la pobreza aumentan. En una mirada general, el desplazamiento de las industrias del centro a la periferia, a México, Europa del Este o Asia, produjo una “periferización” del Primer Mundo (3): alcanza con caminar las calles post-apocalípticas de los antiguos barrios industriales de Detroit o cruzar el Périphérique y penetrar los suburbios parisinos para chocarse con la monotonía de bloques gigantescos de monoblocs deprimentes cuya realidad se acerca más al Lugano del Pity Álvarez que a las deslumbrantes metrópolis post-modernas situadas a pocos kilómetros de distancia.
El quiebre, desde los 80, de lo que Robert Castel definió como “el compromiso social del capitalismo industrial” (4), agudizado unos años más tarde por la desaparición del socialismo como alternativa política, habilitó una hegemonía laboral desreguladora que fue consolidando este sector social desesperado, cuyo malestar ha comenzado a politizarse. De hecho, algunas de las novedades más impactantes de la política mundial, los últimos “momentos María Antonieta”, como el Brexit, el triunfo de Donald Trump o el ascenso de Marine Le Pen, se explican en parte por esta modificación subterránea del mundo del trabajo.
Y por la incapacidad de las elites para registrarla: cuando la candidata del establishment demócrata Hillary Clinton convocó a Jon Bon Jovi y Bruce Springsteen para un acto de campaña en Filadelfia estaba buscando exhibir la adhesión de dos artistas populares que en su momento supieron expresar como pocos el sentir de la clase obrera norteamericana: Bon Jovi, el hijo de un peluquero de Nueva Jersey y una ex conejita Playboy, y Springsteen, “el cantante del pueblo”. El problema es que a esa altura ambos eran ya millonarios multipremiados y que las masas trabajadoras habían decidido su voto por Trump –y reorientado sus gustos musicales hacia Lady Gaga–.
Pero volvamos al punto. La metamorfosis profunda del mundo laboral es una tendencia mundial que, con todos sus matices y notas al pie, se replica en los países en desarrollo, entre ellos el nuestro. Las diferencias radican en que en Argentina, producto de su industrialización inconclusa, un sector de la sociedad nunca llegó a integrarse plenamente a los procesos de desarrollo, siempre se mantuvo excluido. Y también en el hecho de que, frente a la ausencia de un Estado de Bienestar al estilo europeo, el impacto social de la neoliberalización del trabajo comenzó a sentirse ya en los 90, por lo que su respuesta, el giro a la izquierda de comienzos de siglo, fue también anterior.
Como en Estados Unidos, el principal problema no es tampoco aquí el desempleo: el hecho de que según la última medición del Indec la desocupación (7,6 por ciento) sea casi cuatro veces menor que la pobreza (30,3) confirma que la cuestión no pasa tanto por el trabajo en sí como por el poder de compra del salario y los niveles de protección.
Por eso vale la pena poner en cuestión las perspectivas liberales que, de Macron a Macri, ensayan respuestas orientadas exclusivamente a la capacitación de los trabajadores, a partir de la idea de que el problema reside en un desacople entre la demanda de la economía, que exige trabajadores con más estudios o con otros estudios o más flexibles, y la calificación de la fuerza laboral. Aunque por supuesto es importante, en el contexto de una economía en permanente y acelerada mutación, apostar a la capacitación permanente para mejorar la competitividad, este enfoque ignora la mutación estructural del mundo del trabajo descripta más arriba. Y, quizás sin proponérselo, produce una transferencia de la carga por vía de una individuación de la responsabilidad, que en un mágico pase de manos se traslada de una economía incapaz de proveer empleo de calidad a toda la población a la situación personal de los trabajadores, que si no consiguen empleo es porque no estudian.
Pero además, y este aspecto es central, la reconfiguración laboral ha llevado a un desdibujamiento de la relación capital-trabajo, afectada por el hecho de que en el capitalismo de hoy el principal valor económico ya no reside tanto en la posesión de activos físicos como en el conocimiento, que es un capital pero no lo parece. La consecuencia es que este vínculo ha perdido la nitidez que adquirió desde la Revolución Industrial y que, borroneado en un mundo sin chimeneas, resulta cada vez más difícil de apreciar.
Sin embargo, vale la pena hacer el esfuerzo. Sucede que, más allá de las transformaciones recientes, la relación entre quienes controlan los medios de producción, sean éstos una planta siderúrgica, un campo de diez mil hectáreas o un algoritmo, y los que viven de vender su fuerza de trabajo en el mercado, sea ésta la posibilidad de limpiar una oficina, operar a un paciente o programar una computadora, sigue siendo fundamental a la hora de explicar el funcionamiento económico de las sociedades actuales.
Las estadísticas globales confirman que la relación se ha desbalanceado. Consecuencia de las transformaciones de las últimas tres décadas, el polo capital ha ido ganando cada vez más peso en comparación con el polo trabajo. Esta tendencia, que en Argentina comenzó a mediados de los 70 y se profundizó en los 90, fue parcialmente revertida durante los años del kirchnerismo, para retornar ahora, fortalecida por un gobierno que la estimula: la participación de los asalariados en el PBI, que había pasado de un piso del 24,5 por ciento en 2002 hasta tocar un 37,6 por ciento en 2013, cayó 3 puntos, al 34,3, durante el primer año de gestión macrista (5).
Esto es consecuencia de una serie de decisiones de política pública: la disminución del salario real, que cayó entre 5 y 10 por ciento el año pasado y que, a juzgar por las paritarias, parece difícil que se recupere; la reorientación del modelo económico hacia actividades como las finanzas, la minería y el agro, competitivas y superavitarias en divisas, pero más intensivas en capital que en trabajo y con serias limitaciones para crear empleo de calidad, en contraste con la retracción de ramas socialmente más inclusivas, como la industria, la construcción y el comercio. Y, por último, dos o tres guadañazos de política económica decididos al inicio del mandato, entre los que sobresale el combo, único en el mundo, de devaluación y baja de retenciones.
¿Qué motiva al macrismo a hacer estos cambios? Hay varias explicaciones, no necesariamente excluyentes. La primera es la voluntad oficial de mejorar la rentabilidad de las empresas como vía para impulsar la inversión privada y con ello echar a andar nuevamente la rueda de la economía. La segunda es la convicción de que la “destrucción creativa” propia del capitalismo permitirá compensar los puestos de trabajo desaparecidos en las ramas improductivas con nuevas oportunidades laborales en sectores más competitivos. La tercera es la intención de beneficiar a un sector social del cual forma parte.
Sea por ideología económica, convicción futurista o conveniencia de clase, lo cierto es que, en contraste con un kirchnerismo que reaccionaba activamente cuando detectaba una empresa que suspendía o despedía trabajadores, el macrismo apuesta al lassez faire. Como sostienen Marshall y Perelman en su estudio sobre la historia de las negociaciones colectivas en Argentina (6), los contextos de repliegue del Estado limitan las estrategias sindicales centralizadas que generan “negociaciones imitativas”, bajo las cuales los gremios tienden a actuar de manera coordinada y los salarios se homogeneízan (incluso, como sucedió a menudo en la Europa de la posguerra, para moderarlos). Además no se perfila un sindicato capaz de liderar políticamente al resto, como ocurrió con los ferroviarios en la etapa agroexportadora de principios del siglo XX, la UOM en el período de sustitución de importaciones y Camioneros desde los 90, lo que dificulta aun más las posibilidades gremiales de acordar una estrategia única. La posición de los principales sindicatos industriales frente al gobierno de Macri, que muchos juzgan excesivamente concesiva, se explica en parte por esta correlación de fuerzas.
El giro macro de la política económica derrama en la realidad micro de los trabajadores y sus familias. El reequilibrio de la relación-capital trabajo no es una abstracción; es un dato concreto que se refleja en la vida cotidiana. El aumento del desempleo, la persistencia de un amplio sector en negro y la debilidad sindical significan también trabajadores más temerosos y por lo tanto más proclives a aceptar una baja de salarios, el pase a la informalidad o vacaciones anticipadas. Este nuevo contexto regresivo, que no fue producto de un golpe de Estado sino de una elección perfectamente democrática, se sobreimprime sobre la crisis del mundo laboral analizada más arriba. Y profundiza, aquí como en el Norte desarrollado, la fractura entre una elite primermundizada y cosmopolita que “disfruta de su trabajo”, para la que el gobierno macrista ha elaborado un discurso motivacional con apelaciones de autosuperación, y un amplio contingente suburbanizado y hundido, que mira a Cristina.
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Notas
- Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Paidós, 2004.
- “Made in China”, The Economist, 12-3-15.
- Aníbal Pérez-Liñán, “¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?”, Nueva Sociedad, Nº 267, enero-febrero de 2017.
- El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo, FCE, 2009.
- Datos de CIFRA-CTA.
- Adriana Marshall y Laura Perelman, “Cambios en los patrones de negociación colectiva en la Argentina y sus factores explicativos”, Estudios Sociológicos, Vol. 22, N° 65, 2004.
José Natanson – Periodista y politólogo, colaborador en diversos medios en Argentina y América Latina, fue jefe de redacción de la revista de ciencias sociales y debate político Nueva Sociedad. Fue consultor del PNUD. Su último libro se titula “La nueva izquierda. Triunfos y derrotas de los gobiernos, (2007).
Fuente: www.eldiplo.org – Edición Nro 216 – Junio de 2017
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