La calumnia, como dice esta editorial, ha sido el arma que se utilizó para desacreditar a aquellos que defendieron los intereses populares, atentando contra los que se propusieron revolucionar el status quo de los tristemente célebres de la Historia. Dice una antigua sentencia, aludiendo a quien se desentienden del relato: «Cambiando lo que haya que cambiar la historia habla de ti»
Tal como sucede en los países importantes, la mayoría de los hombres que han sacudido el statu quo en la Argentina –desde la Revolución de Mayo hasta nuestros días– se convirtieron en blanco de las calumnias más ingeniosas y persistentes. Aparentemente, no basta con inventarles a los próceres bellas frases póstumas, sino que también es necesario vestir sus imágenes con algunos toques de humana debilidad, tales como algún affaire sexual, alguna coima, algún asesinato. Los psicólogos explican que ese es el precio que los grandes hombres deben pagar por el hecho de emerger de entre las cabezas de la multitud; la masa puede amarlos pero, por paradójico mecanismo de compensación, debe también denigrarlos. Trazar una historia de la injuria como arma política en la Argentina es, entonces, casi tan complicado como reseñar toda la historia del país.
Aunque el duelo caballeresco es una institución ya no muy en boga, varios lances -frustrados la mayoría de las veces- se han insinuado en los últimos tiempos en la Argentina, como resultado de acusaciones injuriosas lanzadas contra los ofendidos.
Para esclarecer acusaciones injuriosas, funcionan en este momento en el país una comisión investigadora parlamentaria nacional y otras en provincias y, aun, en municipalidades; el gobierno anterior llegó a creer necesario fundar un organismo ad-hoc para investigar acusaciones contra los hombres públicos (la Fiscalía Nacional de Investigaciones), y, como se sabe, en los años recientes, desde 1955 hasta ahora –salvo, el lapso 1958-62-, los organismos investigadores de todo tipo y tamaño sumaron decenas.
Nadie, sin embargo, tiene demasiada confianza en que las investigaciones espectaculares sean el mejor medio para llegar a determinar responsabilidades en el ejercicio del poder público: de todos modos, las encuestas muestran que en la mayoría de los diarios las columnas de “trascendido” y veladas acusaciones contra funcionarios son las más leídas después de las de información policial y, en algunos casos, más que las de astrología.
Al parecer, el público se entusiasma tanto con una versión infundada como con su exacta contrapartida: siempre que reúna los requisitos de misterio, intriga y suspenso.
Según el psicólogo inglés T. Chadwick, cuando la plebe romana echó a rodar la especie de que Nerón era el causante del incendio de la ciudad, en el año 64 de esta era, el propio acusado, consciente de su impopularidad, envió a gente de su confianza a que hiciera circular la voz de que habían sido los cristianos. Como la contra-calumnia resultó más afín a los prejuicios y temores que inspiraba la nueva secta, “por mucho tiempo la plebe olvidó su hostilidad para con Nerón”, dice Chadwick.
En la Argentina, la técnica de la calumnia ha seguido los cánones clásicos acarreando las consecuencias de rutina. Desde San Martín, a quien Juan Lavalle acusó de despistado, hasta ídolos populares como Gardel, a quien sus enemigos llamaban “Zorrino” (mote que aludía a una expresión lunfarda, la del mal olor como sinónimo de desconfianza) por su pretendida proclividad a vivir del prójimo, la infamia se enseñoreó a nivel de los notables de todas las épocas.
A diferencia de otros países en los que abundan los rumores innominados tendientes a producir pánico, confusión o desesperanza (Allport y Postman señalan en su Psicología del rumor los aterrantes efectos producidos en los Estados Unidos, en 1945, por la versión de que los japoneses conocían el secreto de la bomba atómica, y que, por lo tanto, de un día para otro la arrojarían sobre Nueva York u otra ciudad norteamericana), en la Argentina, desde sus orígenes, apuntan a las personalidades de mayor predicamento, despellejándolos mediante presunciones que ponen de manifiesto su fervidez en el despilfarro de los dineros públicos o bien su oprobiosa conducta íntima. He aquí algunos ejemplos:
- De 1811 data la primera calumnia política perpetrada en el país, y que consistió en la acusación de carlotista formulada a Cornelio Saavedra, presuntamente por los morenistas capitaneados por Hipólito Vieytes. A los carlotistas se los sindicaba como orientados a establecer una dependencia de Portugal, regenteado entonces por la infanta Carlota Joaquina. En una carta que dirige al general Juan José Viamonte, Saavedra rechaza los cargos, niega haber recibido 500.000 pesos para encabezar una revuelta y, a su vez, acusa a Vieytes de propiciar la tutoría británica del Río de la Plata.
- En 1812, Juan José Castelli, uno de los jefes de la expedición al Alto Perú, protagonizó la primera investigación político-militar, incoada a raíz de la derrota de Huaqui. Fue acusado de conspirar contra el gobierno de Buenos Aires; el proceso desembocó en una requisitoria sobre su vida privada, y el rótulo de depravado sexual reemplazó al de separatista, que lo había llevado ante los jueces. Ese mismo año, la Asamblea General Constituyente se hizo eco de rumores de traición, pactos con el enemigo, malversación de fondos, peculado y adopción de variadas formas de intriga, sentando en el banquillo de los acusados a Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Domingo Matheu, Mariano Moreno, Juan José Paso, Juan Gorriti, Manuel de Sarratea, Bernardino Rivadavia, Tomás Guido, Juan Larrea y otros. Sobre Larrea pesó la primera acusación de negociado que registra la historia del país: comprador en Montevideo de una partida de fusiles por 40.000 pesos, la habría revendido al gobierno en suma sensiblemente más alta. A pesar de que la Asamblea no pudo probar ninguna de las acusaciones y acabó dictando la ley del olvido, los efectos de la calumnia se proyectaron largamente: en 1826, un proyecto de Rivadavia para erigir en la Plaza de Mayo un monumento a los miembros de la Primera Junta provocó una encrespada polémica parlamentaria, que redundaría en un hecho concreto: el monumento -Primera Pirámide de Mayo- no incluye la efigie de ninguno de los protagonistas de la gesta revolucionaria.
Históricamente, la calumnia ha sido siempre el arma predilecta de los desplazados y rezagados intelectuales. En la Gazeta Ministerial del 13 de mayo de 1816, Domingo de Azcuénaga, hermano de Miguel, tilda a Pueyrredón de “poco instruido y calavera”, a San Martín de “vago y acomodaticio” y al Congreso de Tucumán de “vicioso y sin seso”. Sarmiento y Rosas se acusaron mutuamente da traidores, aun cuando el primero reconociera en su dedicatoria del libro Facundo al general José María Paz que la obra “está llena de mentiras a designio”, para complacencia de los asilados en Montevideo, quienes, según el biógrafo uruguayo Andrés Lamas, “competían a ver quién inventaba mayores barbaridades contra Rosas”.
Por su parte, el caso de Juan Bialet Massé y Carlos Cassaffousth, empresario e ingeniero a cargo de la construcción del dique San Roque, en Córdoba, que purgaron en la cárcel una calumnia emprendida por agitadores roquistas (encabezados por el doctor Pizarro, gobernador de la provincia), quienes aseguraban que se habían empleado materiales de baja calidad, y promovido una psicosis de horror ante la perspectiva de su inmediato derrumbe, configura para algunos historiadores un hecho clave para una eventual recopilación de las infamias argentinas. Desde su prisión, en octubre de 1892, Bialet Massé escribió al doctor Juárez Celman, bajo cuyo gobierno se había auspiciado y concretado la erección del dique: “Se repite que no sirve, que no hay más remedio que deshacerlo. Eso me mataría. He de protestar y defenderlo a gritos, con las uñas, como se pueda, pues sería un crimen de lesa civilización. Será una que me maten, pero será peor que se derribe esa obra… Le garantizo por mi honor que el dique es bueno y está bien, a pesar de algunos desperfectos causados por el abandono, la incuria y la imprudencia con que se lo ha tratado… Existe el deliberado propósito de derribarlo para que no quede nada que venga de Juárez Celman. ¡Bárbaros!” En su Estudio histórico y documental de una época argentina (1844-1909), Agustín Rivero Astengo señala que “Juárez Celman ofreció la garantía de sus bienes para obtener la excarcelación de los detenidos, y no vaciló en hablar a unos y a otros para que se respetase la integridad del dique San Roque, todavía en pie”. Aún así, Cassaffousth y Bialet Massé permanecieron un año en prisión.
Sin embargo, no puede decirse que la insidia haya cobrado forma de institución nacional, estable y próspera, hasta después de la revolución de 1930. Casos como el de Horacio Oyhanarte, ministro de Relaciones Exteriores de Yrigoyen, exiliado luego del 6 de septiembre de 1930, acusado de corruptor por los investigadores uriburistas, o el de Elpidio González, ministro del Interior del mismo gobierno, señalado a su derrocamiento como arquetipo de la venalidad administrativa, representan indicios patológicos para un eventual análisis de la historia política nacional. Oyhanarte volvió a Buenos Aires en 1933, para asistir a las exequias de Yrigoyen, fue apresado, juzgado y absuelto después de largos cabildeos. Ninguna de las imputaciones que se le hicieron pudo ser probada. Elpidio González, que habría malversado millones, fuera del gobierno se convirtió en un modestísimo vendedor de anilinas. Humillado, jamás quiso aceptar la renta que, en 1942, el gobierno de Ramón Castillo votó para él.
La calumnia nunca es exageradamente gratuita: con ella se busca, a menudo, frenar o anatemizar propósitos ulteriores. Cuando Nicolás Repetto propuso demostrar la índole venal de algunos ministros yrigoyenistas, los diputados de ese sector le salieron al paso, acusándolo de explotar conventillos. Nada pudo contra el infundio su aclaración de que sólo era propietario de dos casas, una de las cuales compartía junto con seis inquilinos “por obvias condiciones de habitabilidad”. Durante años, y aún entre sus propios correligionarios, arrastró su fama de cruel locador.
Aun cuando la calumnia suele motorizarse por ingenuidad y puro afán sensacionalista (“sin una prueba objetiva que la oriente, la mayor parte de la gente formula sus conjeturas de acuerdo con sus predilecciones subjetivas”, dice Gordon W. Allport), no siempre puede disimular su intención aviesa. Por afán sensacionalista y alentando un sedimento de rebelión, se hizo circular, en 1950, la especie de que Perón sufría de un tumor cerebral y estaba a punto de internarse en la clínica Mayo, de Nueva York. Por su parte, el concepto de que era un galanteador de mórbida vitalidad suscitó contradictorias versiones. Arturo Jauretche dijo de él que podía probar que, durante su gobierno, era ya impotente.
Algunos sociólogos, como el rumano Jacob Moreno y el ruso D. A. Bysow, coinciden en que, extrañamente, un dios difuso parece proteger a quienes se afanan en prodigar calumnias. Moreno estima que las posibilidades de pagar su culpa están en razón inversa a la importancia del infundio. Bysow lo confirma considerando que las democracias inmaduras son buen caldo de cultivo para chismes y rumores, y propone una ley: los pocos calumniadores que han sido condenados lo han sido siempre por un motivo políticamente baladí. Para ilustrarla, cuenta un chiste: un hombre se está ahogando en aguas del Volga. Otro lo ve, lo socorre y lo salva. El hombre que estuvo a punto de morir se identifica: “Soy Stalin -le dice-. Pídame lo que quiera y se lo concederé”. El otro piensa un minuto y responde: “Sólo esto: por favor no diga a nadie que lo salvé yo”. Según Bysow, la propagación de este chiste en la Unión Soviética estalinista ha conducido a Siberia a más de un alegre divulgador.
Pero lo que -aparentemente- más irrita a los enemigos políticos es la falta de reacción del atacado. Un ejemplo reciente en la Argentina fue proporcionado por Arturo Frondizi, quien sistemáticamente se negaba, aun contra la opinión de sus colaboradores, a replicar los ataques personales. Lo más llamativo del caso Frondizi es que un mismo acusador no tiene inconveniente en acusarlo de marxista e imperialista yanqui, las dos cosas a un tiempo, y que eso haya servido de presión psicológica sobre algunos grupos de las Fuerzas Armadas.
El vehículo más habitual para las acusaciones de mayor gravedad fueron, en todas las épocas, las comisiones investigadoras: un buen resumen del sentido y utilidad de las acusaciones injuriosas en política lo da el hecho de que en la historia reciente argentina -desde 1930-, prácticamente ninguna investigación especial llegó a resultados terminantes, salvo aquellos casos, como el famoso “informe Rodríguez Conde”, en que las conclusiones fueron finalmente silenciadas.
Ni estos hechos ni la sabiduría de las leyes -en la Argentina, como en todo país civilizado, nadie puede ser considerado ni tratado como culpable mientras su culpabilidad no haya sido demostrada- son suficientes, sin embargo, para detener el rodar de las calumnias. Afortunadamente, la maledicencia no es suficiente, la mayoría de las veces, para quebrar a los hombres públicos más valiosos, aunque a veces los mejores talentos, los de más fina sensibilidad, lleguen a descerrajarse un balazo -como Lisandro de la Torre- para expiar el dolor, el asco, la humillación que le produjo un clima similar al que la Argentina vive ahora.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar – 31-10-2017
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