Martín Schapiro *
Se puede reescribir una frase famosa así: “Un fantasma recorre América, el fantasma de la injusticia para juzgar a los gobiernos democráticos y populares”. Esta nota, cambiándole algunos nombres y apellidos, se podría referir a la situación a la que se ven sometidos países como Argentina, Ecuador, Paraguay, Venezuela, Perú, Colombia, entre otros.
Ayer, miércoles 24 de enero de 2018, un Tribunal Federal de Apelaciones confirmó la decisión de primera instancia del Juez Sergio Moro y condenó a Luis Inácio Lula Da Silva, dos veces presidente de Brasil y favorito en las encuestas de cara a las próximas elecciones presidenciales, a la pena de doce años y un mes de prisión, tornándolo inelegible para cargos públicos de acuerdo a la legislación vigente.
Mucho se dijo de una condena que se vuelve más irritante puesta en contraste con la impunidad de Temer, Aecio Neves y tantos otros representantes de la coalición que derribó a una presidenta electa con más de 50 millones de votos, y que todavía ocupan cargos públicos a pesar de haber sido sorprendidos en actos de corrupción, incluso en flagrancia. Sin embargo, el problema brasileño excede aquel relativismo, y no es la falta de ecuanimidad respecto de Lula y el PT el principal problema de su condena, sino la consagración en la investigación de Lava Jato, de procedimientos propios del Estado de Excepción.
Lo sucedido desde la explosión del escándalo de corrupción de Petrobras en 2014, justo en las vísperas de la elección que consagraría por segunda vez a la presidenta Dilma Rousseff, no es el producto del normal funcionamiento de las instituciones ni una muestra de solidez del Estado de Derecho, como gusta de contar parte de la prensa latinoamericana, sino un proceso penal caracterizado por las manipulaciones y la violación a cielo abierto de las garantías constitucionales.
Lo primero que llama la atención son las fechas. Cuatro días antes de aquel balotaje, la revista Veja utilizó datos filtrados por la fuerza de tareas de Lava Jato para sugerir que Lula y Dilma conocían el esquema de sobornos de Petrobras, intentando torcer un resultado electoral que se sabía ajustado.
El día en que Lula fue designado Jefe de la Casa Civil por su sucesora, en uso de sus atribuciones constitucionales, el propio Juez Moro filtró a la prensa escuchas obtenidas ilegalmente de sus diálogos con la presidenta, para evitar que la designación se hiciera efectiva. Justificó la filtración en que el interés público en conocer aquellos diálogos era superior al derecho de los ilegalmente escuchados.
Cuando la atención del país se dirigía a una reforma laboral tan impopular entre la población como impulsada por el establishment, Moro decidió que era el momento exacto de dictar su sentencia contra el ex-presidente. El tiempismo del juez Moro fue acompañado por la inmediata revisión que hizo el Tribunal de Apelaciones de Porto Alegre: con los tiempos normales se hubiera tomado en agosto, en clima de campaña y con Lula candidato, en cambio se tomó el 24 de enero, antes del Carnaval, a la puertas del final del receso judicial.
A diferencia de la Argentina, en el sistema judicial brasileño el juez de instrucción, encargado de la investigación y los procesamientos, es también el encargado de dictar sentencias de primera instancia. Moro, como cualquier juez brasileño, debe analizar su propia investigación, y valorar si los elementos que él mismo recolecta alcanzan para justificar una condena. Esta anomalía sistémica vuelve aún más importante la instancia revisora por un tribunal, a efectos de garantizar la imparcialidad. Gebran Neto, uno de los tres integrantes del Tribunal, tiene amistad y admiración, recíproca, manifiesta y acreditada con el juez Moro. Sin embargo, es encargado de revisar sus sentencias, y su voto equivale a la mitad de una sentencia. Ni él, ni ninguno de sus colegas consideró que la circunstancia afectara de algún modo su imparcialidad y ameritara su apartamiento.
El presidente de la OAS, la constructora dueña del Triplex de Guaruja por el que Lula fue condenado, pasó algunas semanas de en una prisión preventiva no justificada en riesgos procesales. Enfrentaba una pena mínima de más de diez años. Inducido por los investigadores del Ministerio Público y ante la amenaza de una larga temporada a la sombra, declaró que había entregado el inmueble a cambio de favores que no pudo siquiera determinar. Este recuerdo milagroso le significó una sustantiva reducción de pena. De diez a tres años. Esta decisión judicial fue anunciada, no casualmente, junto con la condena de Lula.
El departamento por el que Lula fue condenado se encuentra en San Pablo, estado en el que reside. Las reglas de atribución de competencia para investigar eventuales irregularidades correspondían a ese Estado. La sentencia fue dictada en Curitiba y revisada en Porto Alegre, donde tramitan las causas vinculadas al esquema de corrupción en Petrobras. En el marco de los numerosos campos de intervención posibles para un presidente no hay ningún elemento que sugiera ninguna ventaja otorgada por la intervención específica de Lula en la relación entre la petrolera estatal y la constructora OAS. Sin embargo, aquello no impidió al juez ni al tribunal sentirse en condiciones de dictar sentencia. El juez Moro se escudó en “actos de oficio indeterminados”. Actos cuya ocurrencia, circunstancias y finalidad desconoce, aún teniendo como delator al presidente de la constructora.
El tribunal de apelaciones lo hizo más fácil, los actos de oficio de Lula serían los nombramientos de directivos corruptos, sin importar la intervención de Lula en sus actos, o que hubieran sido propuestos por otros partidos, según el curioso presidencialismo de coalición brasileño. En un delito de corrupción pasiva se requiere la entrega de un bien a un funcionario a cambio de una ventaja: las ventajas obtenidas por la empresa son nebulosas y está acreditado que la constructora OAS puso el inmueble atribuido a Lula como garantía de pago en una deuda propia cuando Lula ya no era funcionario.
Desde el Juez Laus, del Tribunal de Porto Alegre, que afirmó en el fundamento de su voto que el objetivo de este proceso es “demostrar que la Justicia llega, sin importar cuán alto te encuentres” hasta el Procurador de la primera instancia Deltan Dallagnol, que señaló en una conferencia que era imperioso condenar a Lula como jefe del mayor esquema criminal de Brasil, algo de lo que admitió no tener pruebas, pero afirmó tampoco tener dudas, todos los actores judiciales involucrados, y Sergio Moro lo dejó por escrito en 2005, prefirieron consagrar un superior deber de justicia a conducir un proceso penal de acuerdo a las limitaciones y garantías constitucionales.
El problema es que los arbitrarios mandatos y fines superiores son patrimonio exclusivo de golpistas y revolucionarios. La democracia republicana, formal, supone apenas procedimientos y representaciones.
Acaso Lula, reflexionando sobre su fortuna cambiante, recuerde aquella frase con que Getúlio Vargas gustaba describir la política: a los amigos todo; a los enemigos la ley.
* Martín Schapiro – abogado, analista internacional y especialista en políticas públicas
Fuente: www.panamarevista.com – 25- 1-18
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