Por Juan Manuel de Prada
Con machaconería de disco rayado se apela desde la derecha a la necesidad de librar contra el progresismo rampante una «batalla cultural», expresión con la que se pretende pintar una suerte de choque de trenes en el que dos cosmovisiones radicalmente opuestas se disputan la hegemonía cultural. Sin embargo, para librar una batalla de estas características, se tiene que combatir con unos principios opuestos que propongan una alternativa radical (no por extremista, sino por adentrarse hasta la raíz de las cuestiones en liza). Cuando no ocurre así, inevitablemente la batalla está perdida.
A estas grotescas «batallas culturales» la derecha siempre acude pertrechada con el concepto de libertad propio del liberalismo, con la munición de derechos individuales propia del liberalismo, con la visión antropológica propia del liberalismo, etcétera. Y entonces el progresismo rampante no tiene sino que utilizar tales principios en su beneficio, adoptándolos como propios, adaptándolos a sus intereses y desarrollándolos hasta extremos que la timorata derecha nunca había sospechado. Y entonces, una vez desarrollados tales principios, la derecha clama contra lo que absurdamente llama «marxismo cultural», que no es sino liberalismo consecuente. Pues el liberalismo, con su principio emancipador, crea el caldo de cultivo para todas las ingenierías sociales que convienen al progresismo para construir un ‘ethos’ hegemónico… al que, rezagados, acaban sumándose los adalides de la derecha, aunque adopten siempre una versión atenuada o vergonzante.
Algunos de estos adalides no se suman del todo, sino que libran escaramuzas en determinados asuntos que exacerban los antagonismos sociales del modo más tremendista posible. Del mismo modo que, para favorecer su asalto al poder, la izquierda utiliza a los inmigrantes, a las feministas o a los ecologistas como «sujetos revolucionarios», los adalides de esta segunda versión de la «batalla cultural» utilizan al movimiento provida o a las clases medias depauperadas.
Pero esta modalidad de «batalla cultural», a la vez que utiliza a estos grupos sociales como arietes, encona y rearma a los detractores, generándose así una disociedad envenenada por un enjambre de odios. Esta disociedad polarizada, además, atemoriza a los tibios, que acaban sucumbiendo a los cantos de sirena del progresismo, que establece siempre dónde se halla la moderación.
Ambas modalidades de «batalla cultural» son completamente inanes, por mucho que revistan sus penosas luchas intestinas de un carácter cósmico. Para librar una auténtica «batalla cultural» al progresismo rampante no se puede acudir con premisas compartidas; pues así se fomenta un grotesco zurriburri ideológico que acaba siendo el fermento que favorece la hegemonía del progresismo.
La única «batalla cultural» posible sólo se puede librar con premisas filosóficas, políticas y antropológicas adversas a las ideologías en liza; y tales premisas sólo las brinda el pensamiento tradicional.