Por Carlos Balmaceda
Una sola vez en mi vida una institución me obligó a usar una jerga: el Ejército.
Era causal de castigo llamarle cantimplora a la caramañola, gatillo a la cola del disparador y “esa funda del colchón” al forrocolchón, que se decía así, todo junto y contundente, forrocolchón.
La demasía de los nombres es siempre violenta, chocante. Cuesta al principio decir “mi sargento” o “mi cabo” para referirse a cada uno de esos tipos que de pronto se te metían en la vida para mandonearte. Es un desgarro, sobre todo cuando formás parte de una banda de asesinos, de un ejército de ocupación de tu propio pueblo, porque es claro que no le decías “mi general” a San Martín en la batalla de San Lorenzo, pero uno podía imaginarse, para sobrellevarlo, que era Canuto Cañete, conscripto del 7, y que cambiaba la mano para hacer la venia una o dos veces hasta dar con la correcta, o Curly, juntando una mano con otra en el caño del fusil, como para morigerar un poco el efecto de ese “mi”. Los cómicos siempre tuvieron una película o un episodio en el que ridiculizaban a la milicia, porque no hay nada más eficaz para confrontar la regla con la transgresión, que la rigidez de ese código.
Tan inflexible era el asunto que no fueras a decirle a un compañero otra cosa que “soldado”, porque entonces eras sometido a “movimientos vivos” que, de paso, es la jerga técnica para nombrar al “baile”, ese espanto que se terminó llevando la vida del soldado Carrasco, un chico de 18 años. Sí, sé que después se abusó del término “chicos” para hablar de los héroes de Malvinas, que fue un modo de bajarle el precio a la hazaña de pelear contra la OTAN sin recursos ni entrenamiento, pero ahora hablo de otra cosa, hablo de 1981, de un pibe que le dice a un cabo, a días de empezar la instrucción, que “aquellos chicos” le dijeron tal cosa, y entonces el pibe termina dando vueltas alrededor de un árbol, al borde de la extenuación, gritando “no son chicos, son soldados, no son chicos, son soldados”.
Hablo, por si no se entiende todavía adónde voy, de la imposición de una palabra que es imponer una mirada, un mundo, un orden, una jerarquía. Supongo que algo así le habrá pasado a los originarios a los que, en cualquier lugar del planeta, les impusieron un santoral de nombres y gestos por arriba de sus creencias, o de las sutilezas del lenguaje que hacían que una mujer fuera “de”, lo que denotaba posesión en el nombre, que inevitablemente operaba en la realidad.
Y entonces vuelvo al principio, y digo que una sola vez en mi vida una institución me obligó a usar una jerga: el ejército. El ejército asesino, desaparecedor, torturador de la dictadura, con unos pocos soldados dignos, entre ellos, los que un año después serían paridos en Malvinas. Y cómo es que de pronto me encuentro con que, no desde una parcialidad, no desde una institución rígida y por entonces casi carcelaria, me presionan con una jerga. No me invitan siquiera, sino que me hablan de “denominaciones oficiales”, de que tal universidad adoptó, como si se tratara de un protocolo burocrático, el “lenguaje inclusivo”, y con una petulancia jamás vista, pretenden arrojarme, arrojarnos, a una cuneta de la historia, como lo viejo, lo retrógrado, lo reaccionario.
La operación es tan desconsiderada en lo personal, como obtusa en lo cultural. Si fuera tan fácil erradicar un estado de cosas con cambiarle el nombre a esas cosas, con eliminar las palabras “injusticia”, “explotación”, “desigualdad”, nos acercaríamos a paso triunfal a la pobreza cero. Hace tiempo ya que la corrección política hizo de ciegos, no videntes; de paralíticos, discapacitados; de abandonados a su desgracia, gente sin techo. Desde entonces, el mundo ha sido mucho más cruel, pero además, mucho más hipócrita.
Se nos dice que la idea es incluir, hacer visibles, no ya al género femenino, porque eso ya es viejo, se nos dice, además que tenemos que aborrecer la “binariedad”, y de paso se nos advierte que cualquier pensamiento lateral que sospeche operaciones políticas detrás de la tan mentada movida, debe ser descartado. Se nos anuncia, entonces, que tendremos que abrirle la puerta a una barbaridad de más de cien géneros, y que la “x”, el arroba o la “e” los visibilizará.
Se nos dice esto cuando la humanidad registra su índice más alto de pobres, miserables, esclavizados y su índice más acotado de multimillonarios. Se nos dice esto cuando en este país, en una sola rueda bancaria, un solo tipo se puede hacer de millones de dólares, el mismo tiempo en el que la plusvalía le deja a un obrero 500 pesos. Y con suerte.
El lenguaje para sordos, nos dice Zizek, es la forma más barata de que todos nos sintamos bien, no es que se piense en los hipoacúsicos, sino en la gratificación egoísta y políticamente correcta que instrumenta el gesto. Por eso, cuando un intérprete de lenguaje de señas tuvo un brote en la despedida de Mandela, al tipo le pareció el gesto más decente en medio de una ceremonia cargada de hipocresía. El mundo se mueve en ese registro exasperado de “buenos gestos”, que obligan, que “crean conciencia”, y aquí estamos con esta reglamentación del lenguaje, con esta dictadura cool de las formas, con el ala izquierda del neoliberalismo empujándonos en el mejor de los casos a la distracción, y en el peor, a la estigmatización, a trazar con sal el círculo donde quedará lo viejo, lo binario, lo que se niega a acatar lo que sería lo más natural y deseable, todo aquel rebelde que se niega a “deconstruirse”, como si la identidad, con todas sus aberraciones históricas a cuestas, como si la piel, con cada uno de los discursos buenos y malos que porta, pudiera desarmarse con un pase de magia. Decía Sartre “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. Ahora habría que decir “somos el propósito conciente y externo de deconstruirnos, dejando atrás todo lo que hicieron de nosotros y lo que habíamos hecho con eso”.
El problema es que mi identidad no es como el pico del Pato Lucas, que se le desacomodaba con un golpe o una explosión y él lo volvía a su lugar a su antojo.
Ese es el problema: la distancia enorme entre ser una persona y ser una caricatura.
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