Arquitectura de la Desigualdad

www.rafaelsilva.over-blog.es – 20-4-2017

En las últimas décadas se ha ido acentuando la desigualdad: «Cada vez más hay pocos que tienen mucho y muchos que tienen poco o nada». Se han publicado mucho acerca de este problema… pero no es suficiente para que una parte importante de los que mejor están tomen conciencia que la desigualdad es el origen de muchos de los problemas que afectan a todos.

Los datos son impresionantes: las 28 instituciones financieras de importancia sistémica manejan unos 50 billones de dólares, contra un PBI mundial de unos 75 billones. Cada una de ellas dispone en promedio de 1,8 billones de dólares, contra por ejemplo un PBI de Brasil de 1,5 billones. Bajo las nuevas condiciones del capitalismo global, la forma principal de apropiación de riqueza ya no reside en la producción o el comercio de ciertos bienes o servicios sino en la especulación con finanzas.- José Natanson

Parece claro, por tanto, que hay que acabar con el funcionamiento obsceno y vergonzoso de todos estos gigantes agentes del capitalismo financiarizado, que son los que provocan (bajo la complicidad de sus serviles gobernantes) la desigualdad extrema que padecemos, y que como estamos exponiendo, nos perjudica a todos y constituye una amenaza para toda la sociedad, y su funcionamiento democrático. Y cada vez existen más datos que indican que la desigualdad repercute negativamente en el bienestar y la cohesión social. En su libro “Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva” (que tomaremos como referencia más adelante en esta misma serie de artículos), Kate Pickett * y Richard Wilkinson** demuestran que los países con mayores niveles de desigualdad de ingresos sufren mayores niveles en los indicadores de una serie de problemas sanitarios y sociales, en comparación con países más igualitarios. En este sentido, la desigualdad está asociada a vidas más cortas, menos sanas y más infelices, así como a mayores tasas de obesidad (causante de otros problemas de salud), embarazo adolescente, delincuencia (especialmente delitos violentos), enfermedades mentales, penas de cárcel y adicciones. Wilkinson y Pickett explican que la desigualdad es tan tóxica debido a la “diferenciación del estatus social”: a mayor nivel de desigualdad, mayor poder e importancia tienen la jerarquía social, la clase y el estatus, y más necesidad tienen las personas de compararse con el resto de la sociedad.

 Estos autores exponen que al percibir grandes diferencias entre sí mismos y otros, las personas despiertan sentimientos de subordinación e inferioridad, emociones que provocan ansiedad, desconfianza y segregación social, y que a su vez desencadenan una serie de problemas sociales. Aunque los efectos de la desigualdad suelen percibirse sobre todo en las capas más bajas de la jerarquía social, las personas acomodadas también los sufren. De hecho, el factor de la desigualdad pesa más que la propia riqueza de un país, lo cual tiene una importancia crucial. Los países ricos con altos niveles de desigualdad tienden a sufrir estos problemas en igual medida que los países pobres con una desigualdad elevada. Dichos problemas son entre dos y diez veces más comunes en países desiguales que en los países que disfrutan de una mayor equidad. Como ejemplo paradigmático de todo ello podemos poner a Estados Unidos, publicitado en todo el mundo como una de las democracias más estables y avanzadas, cuando en realidad, está pagando un precio muy alto por su elevada desigualdad de ingresos, y es un referente para estudiar científicamente el desarrollo de todos esos otros problemas colaterales. La desigualdad también provoca cambios en los idearios e imaginarios colectivos, generando estados y situaciones de opinión pública proclives a la individualización, al egoísmo y a la competitividad. Por ejemplo, cuando quienes están en lo más alto de la jerarquía económica compran su educación y su sanidad de manera individual y privada, tienen menos interés en el desarrollo y ampliación universal de la prestación pública de dichos servicios a la mayoría de la población.

 Esto, a su vez, amenaza la sostenibilidad de estos servicios (amparada bajo los parámetros de igualdad, universalidad, calidad y gratuidad públicas), ya que las personas que no utilizan dichos servicios públicos (porque pueden costearse los sistemas privados) tienen menos incentivos para contribuir a su financiación a través de los impuestos, lo cual debilita aún más la cohesión social. Como vemos, la creciente desigualdad genera infinidad de problemas en cascada, que conducen a modelos de sociedad más inestables, más peligrosos, más violentos y más degenerados. En una palabra, la desigualdad nos conduce a la involución social. La desigualdad exacerba la violencia, y dispara otros indicadores sociales que llevan a la insolidaridad y a la barbarie. Adam Smith, uno de los padres intelectuales del capitalismo, ya lo reconoció bajo estas palabras: “Indudablemente, ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables. Es, por añadidura, equitativo que quienes alimentan, visten y albergan al pueblo entero participen en el producto de su propio trabajo de manera que también se encuentren razonablemente bien alimentados, vestidos y alojados“. Llevado a nuestra realidad social de hoy, esta afirmación puede traducirse en datos, que indican un claro vínculo entre una mayor desigualdad y mayores índices de violencia (incluyendo la violencia doméstica y de género) y de delincuencia, especialmente de homicidios y agresiones. Los países con una desigualdad económica extrema sufren casi cuatro veces más homicidios que los países más igualitarios. Asimismo, su tasa de suicidios también se dispara.

 Y aunque es el conjunto de la sociedad la que se ve afectada, la violencia y la delincuencia afectan sobre todo a las personas en situación de pobreza, que están menos protegidas por la policía y los sistemas legales, suelen vivir en viviendas más vulnerables, y no pueden permitirse el lujo de pagar por una protección privada. Y por ende, la desigualdad pone en mucho mayor riesgo las vidas de las personas más pobres en casos de crisis económicas, o catástrofes naturales. El riesgo no se distribuye de forma igualitaria en la sociedad: los más vulnerables y excluidos se ven más afectados por las crisis, lo cual les sume aún más en la pobreza. Quienes se ven más afectados en épocas de crisis son siempre los más pobres, ya que dedican un porcentaje mucho mayor de sus ingresos a comprar alimentos y no tienen acceso a mecanismos de bienestar y protección social, seguros o ahorros que les ayuden a hacer frente a una emergencia. Podemos extrapolar también este fenómeno a la desigualdad entre unos países y otros, lo cual explica que el 81% de las muertes por catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, tsunamis, etc.) se produzcan en países de renta baja o media-baja, a pesar de que en ellos se producen sólo el 33% de dichas catástrofes naturales. Y si tantos datos, tantos estudios y tantos argumentos existen para apoyar la necesaria reducción de las desigualdades como un objetivo político de nuestras sociedades, ¿por qué no se ejecuta? ¿Por qué no se toman de una vez por todas las decisiones convenientes que sean capaces de revertir este peligroso fenómeno, esta demencial tendencia? Pues básicamente porque el pensamiento dominante, asociado a las teorías económicas neoliberales, propugna otros ideales, se basa en otros enfoques, y sobre todo, dispone de muchos medios a su alcance para propagar sus mensajes.

 Pero en su contra, hemos de sostener de forma clara y rotunda que existe lo que pudiéramos llamar “el instinto de la igualdad”. Es decir, un grado superior y manifiesto, mayoritariamente expresado, para tender hacia la igualdad como algo conveniente y necesario. En todo el mundo, los campos del arte, de la religión, la literatura, el folklore y  la filosofía, es decir, el mundo cultural en una palabra, coincide en preocuparse por el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y consideran que esta disparidad es intrínsecamente injusta y moralmente condenable. El hecho de que esta preocupación por la distribución de la riqueza esté tan extendida en las diferentes culturas y sociedades, indica una preferencia humana básica por sociedades justas, equitativas e igualitarias. Es a eso a lo que hemos llamado “el instinto de la igualdad”. El norteamericano John Rawls, uno de los filósofos políticos más influyentes, sugiere que imaginemos que estamos cubiertos por un “velo de ignorancia” y que no sabemos nada sobre los distintos privilegios, sociales o naturales, con los que nacemos. ¿Cuáles serían los principios de una buena sociedad con los que estaríamos de acuerdo?, se pregunta. Y se responde que uno de los principios más convincentes que emana de este ejercicio de reflexión es el que afirma que “las desigualdades económicas y sociales deben estar dispuestas de tal manera que las sociedades (a) sirvan el máximo beneficio posible a los menos favorecidos, y (b) cuenten con cargos y puestos accesibles a todos sus miembros en condiciones de justa igualdad de oportunidades”.

* Kate Pickett es profesora de Epidemiología en la Universidad de York. Ella Co-fundó la Igualdad y la Verdad, una organización sin fines de lucro que buscan explicar los beneficios de una sociedad más igualitaria y es coautora del Nivel del Espíritu: siempre lo mejor son las sociedades más iguales.

** Richard Gerald Wilkinson  es epidemiólogo social británico; Profesor Emérito de  Epidemiología Social en la University of Nottingham.

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