Por Juan Manuel de Prada
En varias ocasiones hemos señalado que el capitalismo no es una mera fórmula de organizar la producción, el intercambio y la distribución de bienes y servicios, sino que posee una visión totalizadora y articulada del hombre, una antropología (y también una teología) radicalmente anticristiana. Afirmar algo tan evidente nos ha costado la enemistad visceral de muchos presuntos amigos, tristemente gangrenados por la infiltración plutocrática. Pero ya señálaba Castellani que los golpes más mortíferos siempre los recibe uno dentro de casa; y tanto golpe acaba en la expulsión.
Que el capitalismo es algo más un mero sistema de organización económica lo proclamó sin ambages, hace ya casi un siglo, Walter Lippmann, uno de los teóricos del neoliberalismo, afirmando que las “leyes del mercado” exigían un “reajuste necesario en el género de vida” de las masas y un cambio de “las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas”, hasta llegar incluso a transformar “la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma”. Hoy podemos concluir sin miedo a la hipérbole que dicha transformación ya se ha consumado, cambiando la faz de la vida humana. El capitalismo ha exacerbado el individualismo y la atomización de la sociedad, la concupiscencia desordenada de bienes materiales con la consiguiente plétora de necesidades superfluas, el debilitamiento de la vida espiritual y el decaimiento de la fe. En definitiva, ha “secularizado” por completo la vida económica, infringiendo la subordinación jerárquica de lo material a lo espiritual. Así, la religión de Mammón se ha convertido en la fuerza determinante de las sociedades humanas, que ven en ella el acceso al conocimiento de la “verdad” y la “liberación” de sus ilusiones y deseos. Así ha sido desde los orígenes del capitalismo; y en esta fase culminante (o terminal) en la que la aleación de capitalismo y comunismo ha producido una suerte de Estado servil global, de forma mucho más acelerada y lesiva.
Pero decíamos más arriba que el capitalismo es también una antropología. ¿Y cómo es el “hombre nuevo” que preconiza el capitalismo? Ante todo, se trata de un “individuo” independiente que busca la felicidad personal. Milton Friedman ha llegado a definir la sociedad capitalista como “una colección de Robinsones Crusoes”; y los pensadores capitalistas católicos, al estilo de Michael Novack, de forma más disimulada o taimada, describen el capitalismo como un cambio desde la “comunidad orgánica dada” hasta la “asociación voluntaria construida sobre las opciones del individuo”, donde “cada persona debe valerse por sí misma”. Pero esta visión de la sociedad como conglomerado de individuos soberanos que no dependen unos de otros ni están sometidos a otros (salvo que voluntariamente se asocien en función de sus propios intereses) es por completo contraria a la visión cristiana de la sociedad, que debe ser una comunidad unida por un bien común, en la que toda persona viene al mundo con unos vínculos innatos y unas obligaciones irrenunciables.
Por supuesto, el capitalismo no preconiza una sociedad de individuos aislados o ermitaños, pero las asociaciones que promueve son siempre de un tipo determinado. El citado Novack sostiene que el capitalismo conecta a más gente en el seno del mercado, y de formas más diversas, que cualquier otro sistema económico y social anterio. Pero estas formas diversas de “conexión” nada tienen que ver con una auténtica vida comunitaria: son relaciones de individuos autónomos, independientes, que ni deben nada a los demás ni esperan nada de los demás, más allá de aquello a lo que cada individuo voluntariamente esté dispuesto a comprometerse. Y, a la vez que fomenta estas relaciones entre individuos autónomos, el capitalismo disuelve los auténticos vínculos comunitarios, como observa Chesterton en “El manantial y la ciénaga”, cuando acusa al capitalismo de haber “destruido la familia en el mundo moderno”, alentando divorcios, provocando la competencia entre los sexos, enfrentando a las generaciones, obligando a las gentes a trabajar lejos de su hogar y tratando las virtudes domésticas cada vez con mayor desprecio, hasta provocar “la muerte de todo lo que nuestros padres llamaban dignidad y modestia”.
Y, además de crear una sociedad de individuos sin auténticos vínculos comunitarios, el capitalismo los dota de una omnímoda “libertad de elección”, otro fundamento antropológico que contribuye a ese “reajuste necesario en el género de vida”. Lo analizaremos en un próximo artículo.
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