Por Osvaldo Fernández Santos *
La guerra mediática está haciendo un uso intensiva de una nueva “arma de destrucción masiva”: el odio. Los medios de información concentrados la han incorporado por su alto poder de fuego.
“El amor vence al odio”, es sin dudas una consigna bella, reconfortante, hasta poética, pero su valor de verdad debe ser sometido a caución. En el mejor de los casos, como dicen los jóvenes: no estaría sucediendo.
En un momento en el cual se emula la infausta pintada “viva el cáncer”, se celebran las represiones a trabajadores, mapuches, jubilados, organizaciones sociales, indigentes, niños, adolescentes, murgueros, desocupados…, se festejan los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, se alaba y promueve la existencia de presos políticos; no parece ser el amor, el que prevalece.
¿Por qué tanto odio? Julio Blanck, jefe y periodista emblema del grupo Clarín, acercó parte de la respuesta en una confesión de parte, que como es sabido releva la necesidad de pruebas: “En Clarín hicimos periodismo de guerra contra el kirchnerismo”. A riesgo de la obviedad, cabe acotar que “la tribuna de doctrina”, el diario La Nación, y el resto de los medios corporativos, participaron en forma activa de la cruzada de la oligarquía. La guerra es la respuesta.
La verdad es una de las primeras víctimas en toda guerra. Freud en los albores de la primera Guerra Mundial, escribe un texto maravilloso, que tiene la marca de su genialidad y ética: “De guerra y de muerte. Temas de actualidad”. En él se sorprende y lamenta, cómo por medio de la información sesgada y la mentira abierta, hasta “las más claras inteligencias” y “la ciencia”, son arrasadas por el odio. Luego explica el porqué, y hasta analiza la ilusión detrás de la desilusión.
Más allá que Blanck no fue metafórico en su enunciado, sino consecuente con el ideario de la oligarquía sobre la concepción de Von Clausewitz acerca que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, y que “la grieta” atribuida al kirchnerismo, en vastos territorios se intercepta con la lucha de clases; la guerra de las clases dominantes contra el populismo no se parangona con los horrores de la hasta ese entonces llamada “la gran guerra”; pero a su vez el poder de la parafernalia comunicacional del siglo XXI, reduce a un juego infantil, la incidencia en la producción/colonización de la subjetividad de los medios de comunicación de principios del siglo XX.
La capacidad en la generación de odio del poder comunicacional de las clases dominantes en Argentina y en Latinoamérica, es siniestro y descomunal, capturando principalmente las subjetividades de las personas despolitizadas, reduciéndolas a identidades homogenizadas en la ilusoria identificación totalizadora con el dominador. El enemigo de clase de la gran burguesía, pasa a ser el enemigo de ciertos sectores de trabajadores, humildes, marginales, y de la clase media. Con lo cual, las fuerzas de seguridad han perdido el triste privilegio de ser la inquietante creación del poder oligárquico para utilizar a los humildes contra los humildes en su defensa y contra los propios intereses de los explotados.
Marx y Engels, advirtieron hace dos siglos, que los trabajadores piensan lo que piensan los dueños de los medios de producción; no obstante, hoy la unificación entre los dueños de los medios de producción y de comunicación, sumados a la capacidad invasiva de la subjetividad que porta la tecnología actual, ha llevado que los oprimidos odien a sus semejantes. Dicho salto de cualidad retardataria, no cesa de tener implicancias subjetivas en la implementación de políticas contrarias a los intereses populares, generando vivencias de indefensión ante la toma de noticia pero no de conciencia, frente a lo traumático de la repetición de la historia. Lo terrorífico deviene familiar, pero la negación defensiva junto a la desmentida oficial, donde se reconocen las consecuencias nefastas de los actos pero se los atribuyen a la teoría de la “pesada herencia” o se las presentan como positivas (ganar menos pero no perder poder adquisitivo), dejan a los sujetos capturados por la racionalidad dominante, inertes para defenderse. La resistencia activa y creciente por parte de amplios sectores sociales a las medidas que propugnan acentuar la redistribución regresiva de ingresos y derechos, si bien por el momento es defensiva, aporta como posibilidad de construcción de un futuro esperanzador, y puede generar las condiciones de partida necesarias para romper el encantamiento de las subjetividades colonizadas.
La imposición de una cultura de guerra y odio, profundizada por las decisiones políticas, judiciales, y el aparato propagandístico goebbeliano de Cambiemos, es sintónica con la activación de las mociones inconscientes más primitivas, donde la destrucción del otro que obstruye el placer inmediato -el enemigo- es deseada. La afectividad exacerbada se impone contra cualquier verdad e intento de argumentación lógica. El odio posee una fuerza arrasadora.
En la Argentina y el mundo, la dominancia del odio siempre fue ejercida por la gran burguesía, bajo la modalidad del odio clasista. Tan es así, que cuando los obreros tomaron el control de la Comuna de París, Alemania que había vencido a Francia, le devolvió los prisioneros de guerra para que aplaste a los comuneros. Ante la factibilidad igualitaria, nacionalismo ma non troppo.
La construcción del capital no fue por medio de la meritocracia sino “chorreando sangre y lodo”. La referencia aunque alude, no se acota al capital originario, como botones de muestra bastan, o mejor dicho deberían sobrar, con mencionar el crecimiento de la familia Macri durante la última dictadura cívico-eclesiástica-militar, donde pasó a poseer 47 empresas habiendo partido de 7; o la apropiación de Papel Prensa por parte de los diarios Clarín y La Nación, y el extinto La Razón. El crecimiento de la inequidad, donde cada vez menos personas acaparan mayores ganancias, mientras se multiplican los pobres, indica que al odio clasista tan mal no le va.
En el proceso de humanización el odio precede al amor. En el ser humano con una constitución psíquica saludable -“normótica” diría Silvia Bleichmar, en guiño coloquial con sus discípulos- el amor no desintegra el odio, se conjugan de forma tal que con los modos que cada cultura habilita, las mociones amorosas hegemonizan la vida del sujeto, sin destituir al odio.
En lo político social, el laboratorio de la historia ha demostrado que la ilusión del amor venciendo al odio, inscripta en la moral judeo-cristiana, nunca se ha corroborado. Para vencer al odio, no alcanza con combatirlo con amor. Resulta imprescindible el amor como reconocimiento de la igualdad ontológica y de derechos del semejante, junto al odio de todo marco de explotación, de injustica, de desigualdad; y la inteligencia para constituir una institucionalidad que garantice la equidad. Claro que para ello hay que lograr la correlación de fuerzas suficientes, juega a favor de la construcción, que en última instancia el capitalismo y la democracia en sentido estricto son incompatibles, y que el Pueblo argentino tiene una identidad de lucha inquebrantable.
* Osvaldo Fernández Santos – Licenciado en Psicología Por la Universidad de Buenos Aires; Psicoanalista; Perito de la Asociación Judicial Bonaerense.
Fuente: La Tecl@ Eñe – 21 de enero de 2018
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