Jorge Majfud *
El escepticismo inteligente lleva consigo el peligro de arrastrar a otros con sus convicciones. Y acá aparece una contradicción: ¿qué tipo de convicciones tiene un escéptico? De todos modos, no se puede negar que las consecuencias de la manipulación de la opinión pública nos obligan a admitir que hay razones para decir lo que el autor sostiene.
Creo que todos los escritores de ficción (aquellos que viven hurgando en el misterio de las pasiones humanas; no los fabricantes de aventuras) saben que hay pocas cosas más superficiales que las opiniones. Mejor que nadie, lo saben los ingenieros en opinión pública como Edward Bernays, autor de The Engineering of Consent (1955) y del primer gran complot de la CIA en América Latina contra un Gobierno democrático en 1954. Estos logros son más probables en países donde una gran proporción de la población es entrenada para creer desde la tierna infancia.
¿Alguien quiere perder su tiempo de la manera más miserable? Pues, basta con ponerse a discutir con alguien con convicciones propias. Nunca tuve del todo claro por qué algunos nos desgastamos escribiendo artículos de opinión en los diarios y mucho menos por qué otros, expuestos en el heroico anonimato, hacen lo mismo insultándonos sin siquiera haber terminado de leerlos. Entiendo que todos necesitamos vomitar nuestras frustraciones en alguna parte, pero para eso están las toilettes. El civilizado aprecio por la discrepancia (virtud que no inventaron los franceses del siglo XVIII) es cada vez más raro, cuando no peligroso. Claro que todavía queda gente racional, lo que justifica cualquier esfuerzo de comunicación. Pero lo habitual es lo contrario: alguien herido de muerte en sus convicciones se aferrará con uñas y dientes a cualquier argumento que le pueda favorecer, aunque miles vayan en el sentido contrario: si la realidad no se adapta a sus convicciones, peor para la realidad.
Por ejemplo, ¿alguien en Estados Unidos está a favor de las armas en las calles? Pues no importará que un señor decente y sin antecedentes psiquiátricos le pegue un tiro a su hija porque no le gustó la forma en que vestía. Por algún lado encontrará una justificación para sus convicciones: quien apretó el gatillo fue un señor que, de haber tenido un palo en lugar de un arma de fuego hubiese cometido la misma tragedia. Ese señor odiará al asesino casi tanto como a aquellos otros que odian las armas, porque al menos el asesino estaba a favor de las armas. Mientras tanto, todos los demás que odian las armas llegarán al extremo de culpar al padre por la desgracia de su hija, tanto o más que al asesino.
¿Cuándo un creyente convencido cuestionó la perfección literal de la Biblia por alguna matanza nacionalista, por alguna que otra prescripción esclavista o por las pretensiones de Noé de haber metido millones de animales, cada pareja representante de su especie e incapaz de evolucionar en otras, en un barco de madera? Cualquier argumento, razón o cuestionamiento es una real pérdida de tiempo cuando uno está frente a alguien con convicciones. Por eso la gente se agrupa en arrogantes sectas que orgullosamente llaman iglesias, o en comunidades ideológicas, que no menos orgullosamente llaman la causa o el partido. En las redes antisociales el problema aparentemente se soluciona desamigando a aquel imbécil (los imbéciles siempre son los otros) que insiste en opinar distinto, hasta que sin advertirlo ni declararlo cada uno se convierte en el centro de su propia secta.
Lo más triste es que no hay nada más mecánico y previsible que las ‘opiniones propias’
Porque no pocos odian que algún intruso pueda cuestionar siquiera sus convicciones, aunque sean supersticiones democráticas que, de vez en cuando, los impele a soportar a algún pobre necio que piensa diferente. Habrán escuchado barbarismos como: “Es un buen tipo; es de izquierda, es un progresista”; o “es una muy buena persona, un conservador auténtico que asiste cada domingo a la iglesia”. Como si no hubiese progresistas o correctos creyentes hijos de puta. Como si un partido, una ideología o una religión hiciese bueno a alguien que no lo es.
Lo más triste es que no hay nada más mecánico y previsible que las opiniones propias. Desde hace décadas existen calculadoras para resolver complicadas fórmulas matemáticas y ahora también existen traductores para que algún genio argumente que ya no es necesario aprender otros idiomas. Claro que nadie cuestiona para qué queremos los deportes, aunque hay máquinas que hacen todo más rápido, más fuerte, más alto y más lejos que cualquier campeón olímpico. ¿Para qué vamos a necesitar nuestros cerebros si las máquinas pueden hacerlo todo mejor? Bueno, tal vez todavía los necesitemos para ver fútbol en la tele y porno en Internet.
Una vez un genio graduado en un pub de Hollywood me dijo que aunque las máquinas hagan obsoletas las facultades de Matemática y de Idiomas, siempre necesitaremos nuestro cerebro para cosas más creativas, como puede ser tener un criterio propio y dar una opinión sobre algún problema importante para la Humanidad. Pero realmente, ¿necesitamos un cerebro para dar opiniones basadas en la ignorancia de casi todas las disciplinas que hasta no hace mucho ha conocido esa Humanidad?
De la misma forma que hay calculadoras para calcular y traductores para traducir, pronto habrá (si ya no las hay y se llama big media) máquinas para dar opiniones, ya que éstas son mucho más previsibles que una operación matemática o la traducción de un poema. Sería una pena, claro, porque opinar es uno de los deportes favoritos de nuestro tiempo, tan inútil e intrascendente como el triunfo del equipo X o Y en la Super Bowl.
¿Necesitamos un cerebro para dar opiniones basadas en la ignorancia?
Es por lo menos misterioso que los genios de Google todavía no hayan desarrollado un Opinador. Apple podría lanzar al mercado uno portátil, para que todos tengan su Propia Opinión a un precio accesible. Bastaría con poner unos datos básicos sobre preferencia ideológica, preferencia sexual, candidato votado en las últimas elecciones, asistencia o no a misa, adicto a CNN, Fox o Democracy Now, país de residencia, salario anual, etnia, tribu, género o transgénero, estado civil… y ya está: la opinión propia sale solita.
Con esto, el deporte de opinar se mantendría intacto, con la ventaja de que para practicarlo ni siquiera habría necesidad de esforzar mucho el músculo gris, como un verdadero aficionado a los deportes no necesita esforzar mucho los músculos de su propio cuerpo cuando está viendo a su equipo favorito. Aunque, claro, tal vez para recibir una opinión propia ni siquiera sea necesario tomarse la molestia de llenar algún tipo de cuestionario sobre nuestras preferencias, porque el Gobierno y las empresas de sodas y condones ya lo saben.
* Jorge Majfud (Uruguay, 1969) es escritor, arquitecto, Doctor en Filosofía por la Universidad de Georgia y profesor de Literatura Latinoamericana y Pensamiento Hispánico en Jacksonville University (EEUU). Es autor de las novelas La reina de América (2001) La ciudad de la Luna (2009) y Crisis (2012), entre otros libros de ficción y ensayo.
Fuente: www.elpais.com – 21-4-2015