Por Miguel Pérez Pichel
Este 7 de octubre se cumplen 450 años de la batalla naval de Lepanto, una de las batallas más decisiva para el devenir de Europa y de la cristiandad.
En Lepanto, el 7 de octubre de 1571, las armadas de España, Venecia, los Estados Pontificios, Malta, Saboya y Génova, bajo la alianza conocida como la Liga Santa, derrotó a la armada del imperio otomano que amenazaba con conquistar Roma y extender el islam por todo el Mediterráneo cristiano.
La amenaza turca otomana sobre los reinos cristianos no había dejado de aumentar desde la conquista de Constantinopla en el año 1453.
El empuje turco otomano llevó a la creación de un imperio que, además de extender su dominio por casi todo el mundo musulmán, conquistó numerosos reinos cristianos en Europa occidental hasta llegar a las mismas puertas de Viena en 1529.
Consciente del peligro que suponía el dominio marítimo otomano, hegemónico en las regiones orientales del Mediterráneo, el Papa Pío V hizo un llamado a la cristiandad a la oración y al ayuno.
Pidió, en concreto, solicitar la protección de la Virgen mediante el rezo del Rosario y convocó a las grandes potencias marítimas europeas a una alianza militar, la Liga Santa, que hiciera frente a los otomanos en defensa de la fe cristiana.
El rey de España, Felipe II, asumió la mayor parte del peso financiero al sufragar la mitad de los costes de la Liga y puso al frente de la armada cristiana a su hermano, el almirante don Juan de Austria.
Junto a él, comandaron la Liga Santa Luis de Requesens, Álvaro de Bazán y Alejandro Farnesio, al frente de las naves españolas; el almirante Marco Antonio Colonna, al mando de la armada pontificia; el genovés Gian Andrea Doria; y los venecianos Agostino Barbarigo y Sebastiano Venier.
Las naves españolas, venecianas, pontificias, genovesas, saboyanas y maltesas se reunieron en Mesina, Sicilia, antes de zarpar hacia las costas griegas.
Los otomanos contaban a su favor con el dominio de los mares en que se iba a producir la batalla, una importante red de inteligencia gracias a las naves corsarias berberiscas que aterrorizaban las costas europeas y un elemento psicológico clave: la armada otomana acababa de conquistar la isla griega de Chipre, donde se había establecido una importante colonia veneciana.
Por el contrario, los cristianos se mantenían en una frágil unidad amenazada por las disputas territoriales, dinásticas y comerciales entre los diferentes reinos y repúblicas europeas desde hacía siglos.
No en vano, más de la mitad del territorio italiano se encontraba en aquel momento bajo dominio español, dominio que los Estados Pontificios y las ciudades-estado italianas veían como una amenaza.
Finalmente, el interés común de acabar con el peligro otomano, y el llamado del Papa a defender la fe, actuaron como aglutinador poniendo en un segundo plano las disputas entre cristianos, disputas que, no obstante, no cesarán y que a la larga causarán un grave perjuicio a los intereses cristianos.
Soldados de un barco expedicionario que tenía la misión de explorar las costas enemigas informaron a don Juan de Austria de la presencia de la flota otomana, comandada por Alí Bajá, almirante de la flota imperial, en un puerto vulnerable de las costas griegas, Lepanto, y se consideró oportuno emprender la ofensiva. Las naves de la Liga Santa se hicieron a la mar el 16 de septiembre.
El 5 de octubre las naves cristianas llegaron a Cefalonia, puerto griego bajo control veneciano, donde fueron detectadas por los otomanos. Bajá era partidario de no entablar combate con los cristianos, pues había detectado el peligro que suponía la armada cristiana en un momento en que los otomanos acababan de lograr un gran éxito tras la conquista de Chipre.
Pero las ambiciones del sultán otomano no dejaron lugar a la prudencia: la posibilidad de derrotar en una sola batalla a las armadas cristianas más poderosas y tener libre el terreno para conquistar todo el Mediterráneo llevó a Selim II a entablar batalla.
De esta manera se llegó al alba del 7 de octubre. Las fuerzas eran muy similares: Unas 200 galeras por cada bando, más numerosas embarcaciones más pequeñas y ligeras, y algo menos de 90 combatientes por cada bando, de los que murieron en combate unos 14.000 por el lado cristiano y 30.000 por el otomano.
Sin embargo, la preparación militar en ambos bandos es muy desigual. La Liga Santa, sobre todo la armada española, contaba con un alto grado de profesionalización e innovación militar fruto de las reformas introducidas en los siglos anteriores.
Disponía de una unidad de infantería embarcada especializada en el combate naval, y se habían introducido numerosas novedades técnicas en armamento y en diseño naval que hacían de las galeras españolas más eficaces que las turcas.
Además, gran parte de los galeotes cristianos, los marineros que iban en los remos de las galeras, eran libres y estaban armados, por lo que estaban disponibles para participar en la batalla cuando se entablara combate.
Por el contrario, los efectivos turcos, también muy especializados en batallas navales, eran menores que los cristianos y muchos de ellos eran jenízaros, antiguos cristianos conversos al islam. Además, contaban con una gran cantidad de galeotes esclavos de dudosa lealtad.
La aparente igualdad de ambas armadas desapareció en cuanto comenzó la batalla. La artillería cristiana era mucho más efectiva que la otomana. Los cañones otomanos casi no lograron hacer daño a los barcos de la Santa Liga, mientras que los impactos de los cañones cristianos lograron hundir varias naves enemigas.
Pronto las piezas de artillería otomanas quedaron inutilizadas y sus galeras indefensas. Los barcos cristianos lograron abordarlas con relativa facilidad e iniciar el combate cuerpo a cuerpo, donde el peso de la infantería embarcada española es esencial para la victoria cristiana.
Mientras tanto, la nave capitana cristiana, La Real, comandada por don Juan de Austria, izó un gran pendón con la Cruz de Cristo, pendón que se conserva en el Hospital de la Santa Cruz de Toledo, hoy un museo. Pronto, La Real sufre el ataque de la nave capitana otomana, La Sultana, que fue rechazada y abordada.
Finalmente, la victoria cristiana fue aplastante. Ese día fue declarado por el Papa Pío V como fiesta de la Virgen de la Victoria, al considerarse que la victoria se debió a la protección de la Virgen invocada por el Pontífice. Su sucesor, Gregorio XIII, la cambió por la Virgen del Rosario.
La victoria de la Liga Santa en Lepanto permitió alejar la amenaza otomana sobre la Europa cristiana y, aunque no supuso la derrota definitiva del imperio otomano debido a las divisiones y disputas entre las potencias cristianas, sí que marcó el inicio de su lento pero inexorable declive.
Aunque la victoria cristiana resultó indudable, la sensación de oportunidad perdida cundió entre las élites europeas. De ahí que el escritor Miguel de Cervantes, que participó y resultó herido en la batalla, definiera la batalla de Lepanto como “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.