Saqueo a la democracia

Washington Uranga *

La democracia ha aceptado varias veces una distancia entre el discurso y la realidad. El manejo de esa distancia requiere de mucha habilidad política. Pero cuando esa distancia se torna evidente denuncia las falsedades, todo queda claro y las mismas recetas son inútiles.

La ciudadanía sufrió y asistió ayer a un saqueo a la democracia protagonizado por el gobierno de la alianza Cambiemos, emborrachado en su propio relato y obsesionado en rendir cuentas a los grupos de poder económico a los que responde. Enredado en sus propias contradicciones el “mejor equipo de los últimos cincuenta años” dejó al descubierto sus intenciones recurriendo a execrables métodos represivos para desarticular la protesta popular y a las argucias de peor calaña política para hacer pasar su iniciativa en el Legislativo.

La imagen de un Congreso blindado por fuerzas de seguridad para impedir que los ciudadanos se acerquen para expresar públicamente su oposición y la cacería represiva ejecutada por orden del Ministerio de Seguridad contra los manifestantes, es un nuevo atropello a los directamente agredidos pero también y fundamentalmente a los titulares de los derechos que se pretenden vulnerar con las medidas impulsadas por el Gobierno. Dado el doble discurso que manejan los funcionarios no puede sorprender tampoco que Marcos Peña, actuando como vocero, acuse de violentos a manifestantes y diputados opositores, justificando un inaudito operativo que nunca quiso prevenir sino que lanzó directamente la represión sin ningún tipo miramiento. Todo ello configura una realidad de saqueo a la democracia que la ubica al borde del precipicio.

La exagerada militarización de la capital, la utilización desproporcionada e irracional de la fuerza por parte de los cuerpos armados del Estado no puede entenderse sino en el marco de una decisión política que –aun cuando no haya una orden escrita en tal sentido– los habilita a actuar de tal manera. Es un paso más en la escalada cruel que tiene antecedentes en la represión contra los trabajadores que desde el año pasado se expresaron contra el cierre de sus fuentes de trabajo y que no está desvinculada de la muerte provocada de Santiago Maldonado y del asesinato en manos de fuerzas de seguridad de Rafael Nahuel en el sur. Tampoco de la prisión de Milagro Sala y de la actuación de un Poder Judicial que actúa como una fuerza de choque más, alejada de los parámetros de la justicia.

Algo similar puede decirse de los procedimientos parlamentarios violatorios de la mínima ética política. La pregonada “institucionalidad” no es compatible con el “todo vale”, a pesar de que el relato construido por Marcos Peña intente endilgar “la violencia y la mentira” a la oposición. Omite el Jefe de Gabinete que la mayor manifestación de violencia institucional es quitarle derechos, así sea por vía legal, a quienes no tienen posibilidades de defenderse. Por ejemplo, los jubilados o los beneficiarios de subsidios sociales. Sin embargo Peña ni siquiera se ruboriza cuando, en este escenario, se permite afirmar que “la paz social está garantizada”.

Lo que vivimos ahora no es apenas un episodio aislado. Es un paso más de un plan que se está ejecutando de manera sistemática como derrotero perverso buscando la aniquilación de derechos conquistados. Perverso por la malignidad que implica el engaño y la mentira sobre la que se monta.

Desde el gobierno se naturaliza el despliegue de fuerzas de seguridad para acallar las voces disidentes porque “ganamos las elecciones”. También por eso se reprime “preventivamente”. Todo se hace en base a una argumentación que carece de todo asidero: un futuro mejor. Poco creíble para quienes intentan expresarse en las calles, pero todavía aceptable por buena parte de la ciudadanía que apoya “el cambio”. Aunque contradictoriamente estos mismos asuman que en lo inmediato pueden ser perjudicados por las medidas del gobierno. Hay que contabilizar aquí parte de la victoria político-cultural del oficialismo y anotarla en la deuda y las incapacidades de las fuerzas opositoras para explicar y convencer de lo contrario. Y no perder de vista tampoco que quienes, al margen del grueso de la expresión popular volcada en las calles, recurren a la violencia como principal argumento político, terminan siendo funcionales a los objetivos del oficialismo.

Pero al mismo tiempo puede decirse que Macri se construyó su propio laberinto y le costará encontrar la salida. Desde el punto de vista político los episodios del día anterior pueden significar un quiebre de importancia. Para el oficialismo gobernante porque quedó al descubierto que la fortaleza que enarboló tras las elecciones se le puede escabullir como agua entre los dedos. Hasta los incondicionales como Elisa Carrió pueden encontrar un límite frente a lo que consideran “excesos”, aunque no se apeen de su respaldo al modelo. Presiona públicamente al Gobierno, tensa la cuerda con Macri, le señala a Patricia Bullrich que “no se necesitan tantos gendarmes”. Carrió exhibe su poder, se sube su propia cotización política, pero insiste en aprobar una ley que perjudica a los sectores socialmente postergados. Es la cara díscola del oficialismo en base a supuestos principios éticos que solo ella comprende. Al margen de las poses para las cámaras será siempre coherente con el discurso oficial y funcional a la estrategia del Gobierno. Para la diputada capitalina, como para todo Cambiemos, quien discrepa, quien se expresa, quien se manifiesta en contra de los deseos oficiales, está “poniendo palos en la rueda”, es contrario a la democracia. Lo había reiterado horas antes de la sesión en Diputados cuando decidió cambiar su voto en favor de la propuesta oficial.

En la acera de enfrente habrá que observar la evolución del hecho producido ayer en el Congreso mostrando a un importante sector de la oposición –de distintos signos políticos– alineada conjuntamente para impedir el avance de la ley. Quizás haya allí un germen –sin duda frágil y muy incipiente– de algún tipo de unidad en la acción para la defensa conjunta de derechos básicos.

La disposición al “diálogo” proclamada por el gobierno estalla de contradicciones. Ya había adelantado el Ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, que “el paro de la CGT no sirve para nada” porque “la Argentina necesita trabajar”. No importa en qué condiciones lo hagan los trabajadores o cómo se afecte a los jubilados. El ministro representa otros intereses: los de aquellos que se benefician y acumulan riqueza con lo que producen los asalariados.

Marcos Peña sostiene que el Gobierno no se aparta de sus convicciones. De eso no hay duda, porque a la vista está. La pregunta sigue siendo ¿a qué precio?

La dirigencia de la CGT también fue desbordada por los acontecimientos. El triunvirato que la gobierna admitió tácitamente que el Gobierno incumplió con los acuerdos logrados durante las negociaciones con ellos. Una vez más quedaron descolocados, pero no parecen dispuestos a modificar su actitud. Gran parte de la dirigencia de base, acosada por las presiones de la realidad social y económica, presionan cada día más. Y el acercamiento entre las centrales obreras, por lo menos en lo que llaman “unidad en la acción”, se hace posible más por el espanto que por el amor.

La democracia sitiada y jaqueada necesita de las fuerzas de seguridad en la calle, de la represión contra quienes opinan distinto para acallar la protesta. Necesita también reducir los debates a la casuística y presionar hasta la extorsión con el manejo de la caja amenazando a las provincias. El ámbito legislativo no es apto para disponer ajustes a la medida que lo disponen y necesitan los dueños del capital. Porque la tradición política argentina aún golpeada contiene reservas que le permiten reaccionar frente a los atropellos. Frente a la falta de argumentos, el oficialismo recurre a la fuerza. Esa también es la manera de instalar el miedo no solo por la violencia física, sino como forma de amedrentar a quienes ensayen la autodefensa de la manera que sea, incluso con las ideas. La democracia saqueada y sitiada no es democracia.

* Washington Uranga – periodista, docente e investigador de la comunicación. Su campo de especialización son los temas de comunicación vinculados con la ciudadanía, la participación, las políticas públicas y la planificación de procesos comunicacionales; dicta cursos en grado y posgrado, Director de la Maestría en Planificación de Procesos Comunicacionales (UNLP) y de la Maestría en Periodismo (UBA) y dirige la Maestría en Comunicación Institucional de la Universidad Nacional de San Luis.

Fuente: www.pagina12.com.a – 15-12-17

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