La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Tres grados de perfección de la fortaleza cristiana según S. Tomás – Parte VII (Última) – Por Padre Alfredo Sáenz

La Fortaleza. Virtud de la Militancia Intrépida – Parte VII (Última)

Por Padre Alfredo Sáenz

VII – La fortaleza y la vida espiritual

El vivir según la carne es debilitante. En vez de preparar para el martirio – la muerte como sacrificio – sumerge en la muerte. La carne sirve para definir el mundo de la tierra y del hombre, su impotencia y su esterilidad en oposición a la todopotencia fecunda de Dios. Esta debilidad no será solamente ausencia de vigor y de energía verdadera, que son del orden del espíritu, sino ya una cierta contaminación por los poderes de la muerte y del pecado. La virtud de la fortaleza mantiene al hombre a salvo del peligro de amar tanto su vida, que termine perdiéndola.

Hay grados de perfección de la fortaleza cristiana que se corresponden con los grados del despliegue del donum fortitudinis. Santo Tomás distingue tres grados de perfección de la fortaleza. El grado inferior – que no es, empero, “abandonado” cuando se asciende al que le sigue, sino incorporado a éste – está representado por la fortaleza “política” de la vida en común ordinaria y cotidiana. Casi todo lo que va dicho hasta el momento acerca de la fortaleza – a excepción de las observaciones sobre el martirio – se refería a este grado, cristianamente hablando, inicial de dicha virtud.

La senda por la que se progresa del primero al segundo grado, denominado purificador o “purgatorio” de la fortaleza, conduce al hombre cuidadoso ya de que en su interior encuentre más noble cumplimiento la imagen de lo divino, a la lucha interior, el combate espiritual, “la gran guerra”, como la llamaba Mahoma, en contraposición a la “pequeña guerra”, la guerra exterior. El enemigo está en el corazón de la plaza interviniendo sin cesar por sus sugestiones y solicitaciones. El don de fortaleza se hace gracia de curación, disolviendo la cobardía y revistiendo al alma de la fuerza de Dios. Esta fortaleza es un aspecto del impulso interior del alma que tiende hacia Dios; se ejerce en toda actividad espiritual, no sólo en la corrección de los defectos y el acrecentamiento de las virtudes, sino en la abnegación, el don de sí, el esfuerzo, la fidelidad la mortificación etc. La fortaleza es paciencia y resignación en la lucha contra la aridez, en el soporte de las cruces, en el desánimo, el disgusto espiritual, la desolación, las pruebas espirituales, se manifiesta en la aceptación del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte. Por la fortaleza el alma acepta la muerte al mundo. Es toda la vía purgativa.

Pero queda el tercer grado de la fortaleza, la fortitudo purgati animi, o fortaleza ya esencialmente transmutada “del espíritu purificado”. Tan sólo se alcanza en las más altas cimas de la santidad terrena, esbozo de la vida eterna (I-II, 52, 5). De la fortitudo purgatoria, que viene a ser el más alto grado de fortaleza susceptible de ser alcanzado por el cristiano, dice S. Tomas que da fuerza al alma para no sentir terror al penetrar en la región de las alturas (Procter accesum ad superna; I-II, 62,5). A primera vista es éste un enunciado muy singular. Pero no tarda en hacerse más comprensible cuando se repara en que a juzgar por la concorde experiencia de todos los grandes místicos, antes de alcanzar el último grado de perfección, el alma queda expuesta a las inclemencias de una “noche oscura” de los sentidos y del espíritu en la que fatalmente ha de creerse abandonada y perdida, como el náufrago en la inmensidad del océano. Dios purifica con inexorable mano sanadora los sentidos y el espíritu de las escorias del pecado. El cristiano que osa dar el salto a esa tiniebla y que mediante ese salto rompe amarras con su propia existencia, ansiosa de seguridad, para abandonarse a la absoluta disposición de Dios, realiza, en un sentido muy estricto, la esencia de la fortaleza. Porque con tal de alcanzar la plenitud del amor, hace frente a lo terrible.

Sólo a la luz de esta perspectiva se hace patente el verdadero sentido de la expresión “virtud heroica”: el fundamento de ese grado de la vida interior, cuya esencia consiste en  el desarrollo de los dones del Espíritu Santo, lo es, en efecto, la fortaleza, la virtud que en un sentido especial, primero y antonomásico, merece el apelativo de “heroica”; y por supuesto, la fortaleza graciosamente sobreelevada de la vida mística. La gran maestra de la mística, S. Teresa, dice que la fortaleza sobresale entre las primeras condiciones de perfección. Y en su autobiografía nos sorprende este categórico aserto: “Digo, que es menester más ánimo para si uno no está perfecto, llevar camino de perfección, que para ser de presto mártires” (cap. 31).

Por medio del don de fortaleza infunde el Espíritu Santo al alma una confianza que supera todo temor: la seguridad de que El ha de conducirla a la vida eterna, que es el sentido y meta de toda buena acción y la definitiva salvación de todos los peligros (II-II, 139,1). Esta modalidad sobrehumana de la fortaleza es, en un sentido absoluto, un donum, un “regalo”.

El don de la fortaleza lleva a plenitud la virtud de la fortaleza. Porque los actos que proceden de la virtud de fortaleza están contaminados de algunos defectos leves, pero reales (por ej. muchas pequeñas debilidades, secretos retornos del amor propio, movimientos de desánimo, aprensiones excesivas). Pueden curarse enteramente y perfeccionarse sólo por el poder del Espíritu Santo. El don de la fortaleza no difiere de su virtud respectiva por el objeto, sino por la mayor energía sobrenatural que comunica (en la visión, en la voluntad constante, en la virilidad agresiva, en la paciencia). Por el don el alma se confía a Dios, y ya no tiene ansiedad alguna: “El Señor me guía, nada me falta” (Ps 22,1), se siente como instrumento plenamente dócil a la omnipotencia del Espíritu Santo. Por la presencia operante del don, el alma ya no sufre abatimientos, habitualmente permanece calma, segura, decidida, victoriosa.

Es la fortaleza heroica de que hablamos recientemente.

Un ejemplo es el de S. Teresita. Ella se sentía débil, alma toda pequeña, temía la fragilidad de su libertad; cuando Cristo la reviste de su fuerza divina, cura esta debilidad esencial. La fuerza de Teresa no se ejercerá casi en grandes circunstancias; su heroísmo ha de ser buscado en su paciencia invencible en soportar por amor todas las dificultades de su vida religiosa.

La fortaleza está en estrecha relación con la Confirmación. Su efecto propio es darnos armas en vista del combate exterior de la fe. Curándonos de la cobardía que paraliza nuestras energías, nos permite confesar públicamente la fe, hasta el martirio, si fuere necesario. Spiritus Sanctus ad robur. Fuertes contra los ataques de Satán y del mundo hostil: confirmamur ad pugnara (Cirilo de Jerusalén: PG 33,1089). Es la fuerza de Pentecostés “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que sobre vosotros vendrá; y seréis testigos (mártires) míos” (Act 1,8). Esta gracia acarrea la virilidad espiritual, más allá de cualquier tipo de carácter.

Sobre todo en orden al apostolado, para ayudarnos a superar toda traba y obstáculo. Las contrariedades son acogidas como un modo de expresar más la caridad hacia Cristo. Y también la Eucaristía, pan de los fuertes y para ser fuertes.

La fe sobrenatural, don que el Espíritu Santo graciosamente otorga, es el complemento y la corona de todas las demás fortalezas “naturales” del cristiano. Porque ser valiente no significa tan solo ser herido y muerto en el combate por la realización de lo que es bueno, sino también esperar en victoria. Sin esta esperanza no es posible la fe. Y cuanto más alta es la victoria y más cierta la esperanza en ella, tanto más arriesga el hombre para obtenerla. Pero el don espiritual de la fortaleza sobrenatural se nutre de la más cierta de las esperanzas en la más alta y definitiva de las victorias, aquella en la que todas las demás victorias, que le están secretamente ordenadas, alcanzan su culminación: la esperanza en la vida eterna.

Una muerte sin esperanza es, indudablemente, cosa más terrible y difícil que un morir con la esperanza de la vida eterna. Pero no vayamos a caer por ello en el absurdo de pensar que sea también más valiente el dirigirse a la muerte sin esperanza – consecuencia nihilista ésta a la que difícilmente sabrá escapar el que tenga por norma defender que lo arduo es el bien -. No es, como dice San Agustín, la herida lo que hace al mártir, sino la conformidad de su acción a la verdad. No es lo “fácil” ni lo “difícil” lo que decide, sino la manera que tiene de estar constituida la verdad de las cosas. Lo decisivo es que es verdad que hay vida eterna. Y la “rectitud” de la esperanza consiste en ser una virtud que “responde” a esta realidad.

No olvidemos que milicia es la vida del hombre sobre la tierra. Las dificultades de nuestro tiempo son enormes, pero “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). S. Pedro nos recomienda ser “fortes in fide” (1 Pe 5,9).

El mundo siempre nos estará exhortando a que quitemos la cruz de nuestra vida, a que renunciemos al martirio. El cristiano que deja de ser la sal de la tierra hace imposible su martirio: nadie lo perseguirá, porque a nadie molesta. Pero al comportarse así está destruyendo la esencia misma de la vida cristiana.

El estado de persecución es el estado normal de la Iglesia en el mundo, y el martirio es para cada uno de los fieles el estado normal de su profesión cristiana. No significa esto que cada cristiano deba necesariamente sufrir un martirio cruento, pero lo que sí significa es que cada fiel debería considerar la presunta realización de su propio martirio no como algo raro o exótico sino como la manifestación exterior de un estado interior que deben vivir todos los días. Vivir interiormente en estado de martirio.

En las actuales circunstancias, tan graves y satánicas, el tiempo nos apremia. Cada cristiano debe hoy, más que nunca, desposarse con el heroísmo, creando en sí un corazón de mártir. Ninguna escuela mejor para ello que el Santo Sacrificio de la Misa, en donde se renueva la Pasión y Muerte de Cristo-Mártir, y en donde la Iglesia-Mártir – óptimamente representada en las reliquias de los héroes cristianos que yacen bajo el altar – aprende siempre de nuevo a ofrecerse con Cristo y a consentir en su Sacrificio. Es en esa escuela donde mejor aprenderemos lo que es la fortaleza. Es allí donde beberemos la fuerza para el martirio. Nada más.

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.

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