El juego de las palabras no tan ingenuas – Parte I – Por Ricardo V. López

Por Ricardo Vicente López

Parte I

Cuando en un barrio de cualquier ciudad del nuestra América, una tal doña María va a comprar a la panadería de su barrio y la atiende don José, se entabla un diálogo cuyos actores son, el uno para el otro, biografías conocidas. El contenido de lo que se expresa está cargado de significaciones pre-supuestas, es decir, no explicitadas, porque para ambas partes no son necesarias mayores aclaraciones. Tal vez, para un oyente circunstancial, gran parte de lo que se diga no será comprensible. Es la comunicación coloquial popular.

Si trasladamos esa comunicación al sistema público, por ejemplo especialmente en la comunicación radial, hay un emisor del que se conoce algo: su voz, su modo de decir las cosas, los temas que trata; todo ello lo convierte en un personaje [1] − este personaje es una construcción mental elaborada mediante el lenguaje y la imagen que crea la comunicación −. Esta imagen se presenta cotidianamente y pasa a ser alguien conocido, aunque de él sólo se sepa lo que permite ese modo comunicacional. Pero el receptor, el oyente, es una persona anónima para ese emisor del que sólo supone un perfil medio que cultiva cuidadosamente como su “capital” más preciado − muchas veces no tanto−. Para el comunicador es un modo de estandarización de un perfil de personas anónimas a las que va evaluando sobre la base de las respuestas que le pueden llegar (rating= índice de audiencia de un programa de televisión o radio), que va confirmando o replanteando ese perfil.

Si pasamos a la comunicación escrita, esta relación adquiere perfiles más abstractos − según  la Academia Española de la Lengua: «abstraer: separar por medio de una operación intelectual las cualidades de un objeto para considerarlas aisladamente o para considerar el mismo objeto en su pura esencia o noción; prescindir, hacer caso omiso»−. El emisor, el que escribe, es, en el mejor de los casos, una pequeña biografía o currículo profesional, y el receptor es un amplio abanico de personas difícilmente definibles. La relación se establece mediante el medio utilizado que, en el mundo de los “mass-media”, convierte la relación en un anonimato difuso.

En ese escenario, que presentan los medios de comunicación, es donde se ha ido deteriorando el valor de las palabras. La necesidad la impone el logro de la más amplia cobertura posible, puesto que de ello depende la subsistencia del negocio periodístico. A mayor cantidad de lectores, más caro es el espacio publicitario, el centimetraje [2]. Pero su contracara lamentable es que el aumento de la cantidad va en deterioro de la calidad. Esta regla, respetada por la mirada comercial, funciona como un óxido que carcome el buen decir. Ese pacto sagrado va reduciendo el léxico utilizado, que se achica en cantidad de palabras que supone y, a su vez, se difumina por una operación que amplía y elastiza sus significados. Se llega a un punto en el que se pierde la riqueza originaria de su contenido, por falta de precisión. Es que se intenta decir muchas más cosas con los mismos vocablos. El ejemplo más brutal lo expuso el Doctor Pedro Luis Barcia (1939) [3], cuando habló irónicamente de la polisemia del vocablo boludo, que ha conseguido tener tantos significados, que logró ya casi vaciarse de ellos.

En este juego, dentro del mercado de la palabra, se permite decir prácticamente cualquier cosa a partir de la utilización desaprensiva de la rica y maltratada lengua castellana. Este procedimiento está lejos de ser ingenuo. En los EEUU el personaje Homero Simpson expresa muy significativamente el resultado de ese proceso [4].

Debemos ahora analizar cómo, dentro de ese juego, se imponen conceptos que van perdiendo toda su virulencia por ese tipo de utilización descafeinada. Toda esta parrafada no es más que una pretendida introducción a la propuesta de detenernos a pensar qué intentan decir los medios de información cuando se dirigen a un público masificado.

Y el tema que ha provocado toda esta reflexión es una especie de controversia sorda respecto de en qué estado está hoy nuestra Argentina, asediada por lo que se presenta como la mayor crisis financiera internacional, con epicentro en Europa, probablemente más grave que la de 1930, según sostienen los investigadores más serios y prestigiosos (Paul Krugman, Joseph Stiglitz, dos premios Nobel de Economía). Viene acompañada por una pandemia que reconoce pocos antecedentes. La opinión de estos dos reconocidos profesores e investigadores apunta a denunciar que se está encubriendo la gravedad de la situación por parte de los responsables del manejo financiero global, protegidos por la prensa internacional que responde a los mismos intereses. De modo tal que la crisis aparece como un mero traspié de pronta solución. La consecuencia de ello es que se están aplicando soluciones que no hacen otra cosa que agravar la realidad actual: pretenden curar el cáncer con aspirinas.

Retrocedamos unos años para repensar uno de los temas graves que involucran la definición de lo que se ha conocido como el riesgo país. Este concepto se ha manejado como «el riesgo que corre una inversión financiera, debido sólo a factores específicos y comunes a un cierto país», según Wikipedia. No debe pasar inadvertido lo de “un cierto país”, referencia que excluye, pero no lo dice, a “los países serios”, aunque hoy ya no se sepa cuáles son estos y por qué son serios.

Esta definición puede ser entendida, entonces, como el riesgo promedio –estimado o supuesto− que enfrentarían aquellas personas –  personas abstractas − denominadas los inversores o los mercados, si se arriesgaran a invertir su dinero en un país determinado. Ese país es evaluado por consultoras extranjeras que definen cuánto es el riesgo posible:

«El riesgo país se entiende que está relacionado con la eventualidad de que un estado soberano se vea imposibilitado o incapacitado de cumplir con sus obligaciones con algún agente extranjero, por razones fuera de los riesgos usuales que surgen de cualquier relación crediticia».

El otro concepto acuñado es un estado soberano, primo hermano del cierto país:

«Es una medida estimada del riesgo de impago de deudas, que se aplica a individuos, empresas y administraciones públicas, situadas en un cierto país; dicha medida es estimada por una agencia de calificación, a partir de los datos sobre capacidad de repago de los agentes económicos. Las entidades financieras y los inversores necesitan saber, antes de prestar o invertir su dinero, cuáles son las probabilidades de recuperar esos recursos».

Cada deuda, de acuerdo con la forma en la que se acabe cumpliendo con los vencimientos de dineros ya tomados en préstamo, es calificada, y el deudor también lo es. Según este criterio, resulta que cuanto mejor pagador es un deudor, mejor calificación obtiene, es decir, una obviedad, aunque así lo definen:

«La calificación les indica a los potenciales prestamistas o inversores el nivel de riesgo que corren al entregar sus recursos a un determinado potencial deudor».

Lo que no aparece en estas definiciones, a pesar de haber quedado en descubierto, después del estallido de la burbuja inmobiliaria (2008), es que las calificadoras de riesgo, los grupos financieros y los grandes bancos son primos hermanos y son parte interesada (socios) del mismo negocio: la explotación despiadada de los países periféricos. Grecia, entre otros, es un triste ejemplo de todo esto. Dejo como reflexión final, para el ciudadano de a pie, la advertencia de Jauretche: «cuando algo no se entiende tenga por seguro que lo van a robar».

 

[1] Personaje proviene de la palabra persona, que significaba máscara de actor, o personaje teatral. La crítica literaria mantiene una clara distinción entre personas y personajes, diferenciando entre personas reales y personajes literarios o ficcionales. La persona pertenece al mundo real, mientras que el personaje es sólo ficción.

[2] Es un cálculo, centímetro por columna, de las informaciones y su valor en términos de dinero, según las tarifas publicitarias de los distintos medios de comunicación.

[3] Es doctor en Letras, lingüista, Investigador universitario y Profesor argentino. ​Fue presidente de la Academia Nacional de Educación y de la Academia Argentina de Letras.

[4] Propongo la lectura del trabajo La cultura Homero Simpson – modelo que propone la globalización, está disponible en la página www.ricardovicentelopez.com.ar Sección Biblioteca. Para un estudio más detallado.