Cristianismo, utopía, política y liberación – Parte IV – Por Ricardo V. López

Una recuperación de ideas imprescindibles para repensar la liberación latinoamericana

Parte IV – La palabra de los pueblos de América Latina

¿Por qué hablar ahora de esto? – Lo dicho anteriormente se ve justificado, y es necesario volver a recordarlo, porque América ha vivido en los setenta, una primavera de ideales en la que los pueblos comprendieron la etapa que se abrió hacia el camino de su liberación. En la primera década de este siglo XXI se reabrieron esas esperanzas.  Aunque esto, en parte, pase inadvertido para algunos que no pueden, o no quieren, o les es muy difícil hacerse cargo de estas experiencias. Es necesario colocar todos estos acontecimientos en superficie, para hacer visibles las corrientes históricas subterráneas de la cultura popular. Este rastreo de las raíces históricas permite comprender la emergencia de las ansias de liberación, largamente sumergidas, para no caer en interpretaciones espontaneístas de los procesos políticos. Una frase del antropólogo Rodolfo Kusch [1] (1922-1979) nos ilumina: «El indígena se acuclilla para dejar pasar el tiempo hasta que llegue el de los suyos».

Aparecen voces en los medios de comunicación que, tal vez, con la convicción de hablar desde un progresismo liberal caen en interpretaciones y afirmaciones no compartibles desde el compromiso con esta etapa liberadora. En este sentido, el discurso anticlerical, totalmente admisible por las condiciones culturales del Viejo Continente, por las respuestas medievales que reciben de algunas iglesias, como así también por algunos ecos que se reproducen en nuestra América, exhibe un exceso y una ceguera, que les impide comprender. La crítica a sectores vaticanos y a ciertas jerarquías eclesiásticas latinoamericanas debe manejarse con la prudencia de no involucrar a toda la iglesia —entendida ésta como la ekklesía en su origen griego, la “asamblea del pueblo”,  la principal asamblea de la democracia ateniense-.

En el cristianismo, fue interpretada como la asamblea del Pueblo de Dios—  que incluye a todos los seguidores de las enseñanzas del Maestro de la Palestina, sin distinciones de ninguna naturaleza, porque, siguiendo las enseñanzas de Pablo de Tarso [2] (10-67 d. C.): «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». Algo que debemos subrayar es el carácter universalista que expresa, en tiempos que se adelantaron en siglos a la posibilidad de una interpretación más acabada.

La Modernidad ofreció en sus inicios, siglo XVI, una actitud que demostraba el aprecio de esa herencia en sus manifestaciones de un humanismo heredero de aquellas enseñanzas. Los siglos siguientes, fundamentalmente en Francia, se insinúa una primera ruptura que se profundizaría con los exponentes más severos de la Ilustración. Surgen, entonces, esas voces que se presentan como portadoras del progresismo, que parece expresar la convicción de que nada de la herencia judeocristiana es rescatable y hay que enterrarlo en ese pasado irrecuperable. A pesar de ello los anarquistas y los socialistas europeos de los siglos XVII y XVIII, sin confesarlo, eran profundamente judeocristianos.

El progresismo, sobre todo el francés, del siglo XIX, comienza a militar desde posiciones claramente anticlericales –lo cual confunde la iglesia de ese siglo, muy conservadora y, más de una vez, claramente monárquica. Se percibe en esos críticos un escepticismo larvado que emerge en sus propuestas de caminar hacia un mundo mejor, mirado éste desde una crítica perfeccionista que encuentra siempre aspectos criticables en lo que se va realizando, sin apreciar lo conseguido. Pues radica, en ese modo, de pretender superar la inequidad del mundo actual, la confesión de que no creen seriamente en lo que proponen, siendo sólo un modo crítico sin aportes estimables.

Quiero recordar acá lo que dejé dicho en otra nota anterior, para subrayar la importancia que debe tener para el mundo, la palabra de un cristianismo indo-hispano-americano, cuyas reflexiones fueron reelaborando el mensaje recibido.

Por lo que hemos visto, a lo largo de  estas páginas, en la fundación del pensamiento utópico está la fe, pero una fe desde estas tierras, una fe en el destino que le espera al hombre, en la medida que se disponga la conciencia colectiva en ese sentido: una humanidad fraterna. Debo decir que, después de décadas de neoliberalismo, estas palabras pueden parecer un poco trasnochadas, fuera de toda posibilidad. La conciencia se muestra agotada por la experiencia que ha transitado en la cultura occidental Sin embargo, la revelación, el redescubrimiento de estas enseñanzas, en la que los pueblos encontraron una guía para su esperanza, hablan de la posibilidad de un saber que puede acercarse, reflexionar, pensar junto a otros, en la línea de lo que podemos definir como una espiritualidad americana.

Este modo del saber debe confrontar con el saber moderno, sostenido por la revelación científica, que colocó al hombre en un camino prometeico [3] y le ofreció, no aquella posibilidad bíblica de “ser como Dios”, sino la posibilidad mayor de “ser un Dios”. Y en este ejercicio de “ser un Dios” el hombre moderno jugó a violentar todo los límites, intentando la imposible aventura de extender la conciencia hacia lo infinito, en el espacio y el tiempo. Se experimentó a sí mismo como conciencia absoluta que iría haciéndose cargo de un saber universal, en la medida en que la ciencia le fuera desplazando, paulatinamente, las fronteras del Misterio.

Podemos descubrir acá una de las vertientes de la utopía moderna, frustrada en su realización capitalista. La expresión nietzscheana, en mi opinión, expresa el final de este recorrido con la frase: «¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros!». El Dios que ha muerto es el dios burgués… y bien muerto está, su desaparición limpió el horizonte nublado por una imagen pequeña, pobre, gastado, de un dios puesto al servicio de un poder inhumano que había abandonado le revelación del profeta de la Palestina. Es evidente de que si el hombre pudo matarlo es porque ese no era el Dios del judeocristianismo, era un farsante y corrió la suerte de los miserables.

En la diferencia entre “ser Dios” y “ser una imagen y semejanza de Dios” debemos buscar el reinicio de la construcción de la utopía americana que se debe sustentar en una antropología nueva que encuentra sus raíces en los tiempos milenarios. Es que allí se juega la posibilidad de errar o acertar el camino de la realización histórica de este hombre nuevo, en una comunidad nueva. Debo, al mismo tiempo, señalar otra diferencia: el saber moderno está sostenido por una conciencia individual  encarnada en el “cogito cartesiano”, que enfrenta a lo otro y/o a los otros como cosa subordinada a la posibilidad del conocimiento científico. El otro saber, el de la conciencia comunitaria, se aproxima humildemente a lo absoluto, y se encarna en la conciencia-nosotros de la sabiduría popular.

Lo que he intentado mostrar, en estas páginas, es que el saber dominante no es el único válido, aunque ha sido muy útil para lo suyo: la construcción de un mundo para pocos que viven de los más. El saber de la conciencia-nosotros se ilumina en el punto de partida fundante de la revelación de un proyecto de vida fraterna, que remite a una conciencia arcaica portadora de verdades.

[1] Antropólogo argentino, Profesor de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Realizó profundas investigaciones de campo sobre el pensamiento indígena y popular americano como base de su reflexión filosófica.

[2] Fundador de comunidades cristianas, evangelizador centros urbanos del Imperio romano: Antioquía, Corinto, Éfeso y Roma, y redactor de los primeros escritos cristianos; Pablo constituye una personalidad de primer orden del cristianismo primitivo,​ y una de las figuras más influyentes en toda la historia del cristianismo.

[3] Academia de la Lengua: «Relativo a Prometeo, a la actitud espiritual que este personaje mitológico representa. Empleo enérgico de la fuerza física contra algún impulso o resistencia.

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