Cristiandad y Edad Media – Parte II – Raíces del Sacro Imperio Romano. Por Padre Alfredo Sáenz

Por Padre Alfredo Sáenz

Cristiandad y Edad Media

(Leer Parte I acá)

II. Raíces y Prolegómenos Históricos de la Cristiandad

Antes de adentrarnos en el análisis mismo de lo que fue la Cristiandad nos convendrá considerar sus orígenes y sus momentos preparatorios. Porque la Cristiandad no apareció como resultado de dos o tres decretos sino que fue la concreción de una aspiración históricamente mantenida y acrecentada a lo largo de varios siglos. Como primera aproximación y en líneas muy generales podemos decir que surgió sobre los cimientos de un imperio pagano de la antigüedad, el grecoromano. Se desarrolló luego gracias a la influencia que sobre aquél ejerció la Iglesia, y ello a lo largo de unos 500 años durante los cuales el catolicismo fue siendo aceptado como la moral y la religión de la naciente Europa. Y no sólo de Europa, ya que la Cristiandad rebasaría los límites del viejo Imperio Romano que la vio nacer, extendiéndose hasta zonas donde nunca había llegado la administración imperial.

1. Las Raíces Greco-Latinas 

Las últimas raíces de la Cristiandad deben ser buscadas en el suelo de la cultura griega y de la civilización latina. La civilización cristiana se erigió sobre la base de la ley romana, y la cultura católica floreció embebida en la sabiduría helénica. La civilización brota principalmente de la vida activa y la cultura de la contemplativa.

Refirámonos ante todo al aporte griego. Al comienzo, los Padres de la Iglesia mostraron serias vacilaciones en aceptar el contenido del pensamiento heleno, juzgando que con la buena nueva que era el Evangelio ya bastaba y sobraba. Los filósofos griegos eran considerados poco menos que como heraldos del demonio. Pero luego dicho prejuicio comenzó a ceder, y algunos Padres, sobre todo de la Escuela de Alejandría, se abocaron a la tarea de rescatar a Platón, Aristóteles, los trágicos y poetas griegos, poniéndolos al servicio de la doctrina católica. Clemente de Alejandría llegó a afirmar, no sin cierto atrevimiento, que no eran dos los testamentos sino tres, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Testamento de la filosofía griega [12]. “¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego?” [13]. De este modo, los Padres de la Iglesia constituyeron una especie de eslabón entre la Grecia clásica y la naciente Europa.

Pero también el aporte griego llegaría al Occidente medieval por intermedio del influjo de Bizancio. Los pueblos jóvenes y semibárbaros de Europa nunca dejaron de contemplar con respeto y admiración el Imperio de Oriente, al que consideraban heredero y depositario no sólo del Imperio Romano sino también de la cultura antigua. El prestigio que Constantinopla ejerció sobre la Europa medieval fue realmente extraordinario. Muchos de los elementos arquitectónicos de Bizancio se incorporarían a las iglesias románicas, y tanto los mosaicos y tapices, como los esmaltes y marfiles de dicha procedencia, serían considerados por los occidentales como la expresión misma de la belleza.

Por otra parte, el aporte romano. Los cristianos no pudieron dejar de leer sin emoción aquel texto profético de Virgilio, donde el poeta de la romanidad, inspirándose en el mito de las cuatro épocas, creado por Hesíodo, tras decir que, transcurrida la edad de oro, en que los hombres vivieron al modo de los dioses, así como la de plata, que fue la del aprendizaje del cultivo de la tierra, y la de bronce, dominada por la raza de los guerreros, se había llegado a la edad de hierro, en que los hombres sólo se complacían en el mal, preanunciaba en su IVª Égloga la anhelada salvación: “He aquí que renace, en su integridad, el gran orden de los siglos; he aquí que vuelve la Virgen, que vuelve el reinado de Saturno, y que una nueva generación desciende de las alturas del cielo. Un niño va a poner fin a la raza de hierro y a traer la raza de oro. Nacerá bajo el consulado de Polion. Este niño recibirá una vida divina y verá a los héroes mezclados con los dioses y se le verá con ellos; y gobernará el globo pacificado por las virtudes de su padre” [14]. En correspondencia con la profecía de la famosa Sibila de Cumas, Virgilio había vaticinado una nueva era, un retorno a la edad primordial. Éste es el Virgilio que los romanos transmitieron a los cristianos, el profeta de Cristo. Dante no se equivocaría al escogerlo como guía hasta el umbral del Paraíso, es decir, hasta el umbral donde reina la Gracia.

He ahí uno de los aportes de Roma. Pero no fue el único. También le ofrendó la llamada “pax romana”, tan alabada por San Pablo. Gracias a la vigencia de la misma, el Evangelio estuvo en condiciones de viajar por las magníficas vías del Imperio, y en todas partes, desde Siria hasta España, los apóstoles de Cristo pudieron recurrir a una sola ley y hacerse entender en una sola lengua. Era como si Dios, en sus inescrutables designios, hubiera ampliado las fronteras del Imperio a fin de disponer una vasta cuna para el cristianismo naciente. San León Magno lo expresó de manera explícita: “Para extender por el mundo entero todos los efectos de gracia tan inefable, preparó la Divina Providencia el imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el régimen de una misma ciudad” [15]. Un día este Imperio abrazaría el cristianismo. Belloc llega a decir que la conversión del Imperio a la Fe no fue un episodio entre otros grandes episodios de la historia, ni un capítulo más de la misma. Fue la Cosa Determinante, una nueva creación, en grado y en calidad [16], e incluso “el acontecimiento más importante en la historia del mundo” [17].

2. Las Invasiones Bárbaras

Aprovechando la senilidad y el resquebrajamiento del Imperio Romano, en el siglo V diversos grupos comenzaron a infiltrarse, en algunos casos, en el mismo, o a invadir, en otros, las diversas regiones desguarnecidas que lo integraban. La mayor parte de ellos eran cristianos, si bien herejes, ya que adherían por lo general al arrianismo. Culturalmente primitivos, veían en el cristianismo no sólo la religión del Imperio Romano, sino también «el orden latino» con toda su herencia de derecho y de civilización. No deja ello de ser curioso, ya que para los mismos romanos el cristianismo era relativamente un recién llegado. Procedía del oriente helénico, su lengua madre era el griego y su explicitación teológica había sido principalmente obra de los Padres y Concilios orientales.

¿Cuál sería el resultado de semejante invasión? ¿Acabarían los bárbaros con los restos del Imperio o se asimilarían a él? El que mejor vio en medio de esta baraúnda fue San Agustín, uno de los más grandes genios del cristianismo, quien dejaría una huella indeleble en el pensamiento medieval. Cuando casi todos perdían la cabeza ante la desgracia generalizada, cuando el viril San Jerónimo no podía contener su llanto al enterarse del saqueo de Roma, cuando los bárbaros se lanzaban incontenibles a la invasión del África cristiana, e incluso cuando su propia sede de Hipona se veía cercada por los vándalos, San Agustín se puso a escribir una obra magistral, “De Civitate Dei”, donde señaló que no había que desesperarse, ya que lo que concluía era un mundo en buena parte decrépito, y que se hacía necesario levantar la mirada por sobre los estrechos horizontes de lo cotidiano, para considerar los hechos contemporáneos a la luz de esa gran visión que va del Génesis al Apocalipsis. La opción que ahora se presentaba no era: o el Imperio o la nada, sino o con Cristo o contra Cristo, o la Ciudad de Dios o la Ciudad del Mundo.

Así, pues, para el Águila de Hipona, como lo llamó la posteridad, los hechos ruinosos del momento no eran decisivos, sino anecdóticos. Más allá del caos sangriento y de las invasiones sin sentido, lo verdaderamente trascendente era poner los fundamentos de la Ciudad de Dios. Según él, dos son los gritos que explican la historia: el grito de San Miguel, Quis ut Deus?, y el grito de Satanás, Non serviam!, dos gritos que dividieron a los ángeles, y ulteriormente a los hombres, en dos grandes agrupaciones históricas, en dos “ciudades”, división que no pasa tanto por las fronteras geográficas cuanto por la actitud de los individuos y de las sociedades. Se trataba, pues, de ponerse a trabajar en pro de la Ciudad de Dios. El espíritu de San Agustín continuó viviendo y dando frutos mucho después que el África cristiana hubiese dejado de existir, contribuyendo a modelar el pensamiento del Cristianismo occidental como pocos lo han hecho.

Algunos se han preguntado si Agustín fue el heredero de la vieja cultura clásica y uno de los últimos representantes de la antigüedad, o más bien el iniciador de un mundo nuevo y algo así como el primer hombre medieval. Hay parte de verdad en ambas apreciaciones. San Agustín es un puente por el que pasa toda la tradición antigua al mundo que se va gestando, si bien aún en lontananza.

3. El Imperio Carolingio 

Ante el espectáculo de la devastación que llevaban adelante los bárbaros, desde la lejana Bizancio, legítima heredera del viejo Imperio en ruinas, uno de sus grandes emperadores, Justiniano, lanzó sus ejércitos a la reconquista de Occidente, comenzando por África e Italia, las dos regiones que más habían sufrido de parte de los invasores. Al comienzo fueron recibidos como liberadores, pero pronto los presuntamente liberados comenzaron a cambiar de opinión, no sólo por la opresión fiscal con que fueron gravados, sino también porque en los bizantinos ya no veían más a romanos, sino a griegos, que pretendían helenizar el Occidente, sobre todo a Italia, tan orgullosa de su herencia latina.

Semejante desilusión hizo que los Papas comenzaran a volver sus ojos hacia los pueblos bárbaros, para ver si por acaso alguno de ellos era capaz de tomar el relevo del antiguo Imperio hecho añicos. Pero antes de seguir adelante se impone una acotación retrospectiva. Cuando los bárbaros invasores se fueron instalando en las tierras ocupadas o conquistadas, dado que, como dijimos, la mayor parte de ellos eran arrianos, la Iglesia volcó su propósito pastoral a la conversión de una tribu concreta, la de los francos, por ser casi el único pueblo no contaminado por la herejía. No que fueran católicos; eran paganos, y por tanto más proclives a aceptar la verdad católica que los arrianos. La experiencia enseñaba que era más fácil convertir a un pagano que a un hereje. Logróse así la conversión del jefe franco Clodoveo, y su ulterior bautismo, en 498 o 499, juntamente con su pueblo. Una especie de nuevo Constantino, esta vez un Constantino bárbaro.

El poder franco no dejó de irse acrecentando a lo largo de los siglos. Hasta que un descendiente de Clodoveo, si bien alejado de él por varias centurias, Carlomagno, recibió en Roma, el día de Navidad del 800, la corona de Emperador de los Romanos de manos del Papa León III. La trascendencia del hecho fue inmensa ya que, según dijimos más arriba, desde que desapareció el Imperio de Occidente, los emperadores de Constantinopla, herederos de Augusto, se consideraban como legítimos soberanos del antiguo mundo romano –oriental y occidental–, no habiendo dejado jamás de reivindicar dicho derecho. Pero ahora se daba una situación insólita: además del Papa en Roma y del Emperador en Bizancio se erigía en Occidente un monarca, casi bárbaro, con pretensiones imperiales. La cosa fue que el ascenso de Carlos significó algo así como la fundación de un nuevo Imperio, lo que implicaba mucho más que una mera repartición territorial. Carlos se iba perfilando como un nuevo Augusto, cuyo dominio en Occidente encontraba cierta legitimación militar, a saber, su victoria y señorío sobre numerosas tribus bárbaras. Según era de prever, los bizantinos lo acusaron de usurpación. Se pudo esperar un choque, ya que las fronteras de los dos Imperios se tocaban. Mas no fue así. En 809, si bien a regañadientes, Bizancio llegó a un acuerdo con Carlomagno. De este modo hubo de nuevo dos Imperios, el de Oriente y el de Occidente.

Como se ve, la coronación de Carlomagno en Roma fue un acontecimiento de enorme relevancia, constituyendo lo que podríamos denominar el umbral de la Edad Media. Al recibir la corona imperial de manos del Papa, Carlomagno afirmaba no sólo su propio poder sino también el origen espiritual del mismo, con la intención de establecer un orden nuevo. El Papado había encontrado un cuerpo, el Imperio se veía informado por un alma. No deja de ser sintomático que el libro de cabecera del fundador de Europa fuese aquel “De Civitate Dei” de San Agustín [18].

Las metas que Carlomagno se propuso en su gobierno fueron tres. La primera, consolidar la religión. De todos los que le sucedieron en el poder, Carlos fue el que estuvo más penetrado del carácter sacro de su misión, esforzándose por edificar el Imperio sobre dos pilares: la administración eclesiástica (buenos obispos) y la administración imperial (buenos condes). Su grito de guerra –las llamadas “aclamaciones carolingias”– fue: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat! [19]. La segunda meta brota de la primera: extender la civilización. Trataremos ampliamente de ello en la próxima conferencia. Y la tercera: instaurar la paz, la vieja “pax romana” vuelta ahora “pax Christi in regno Christi” [20].

4. La Segunda Oleada de Invasiones Bárbaras 

Mucho antes que Carlomagno subiera al trono, un pueblo, que por cierto no integraba el mundo llamado “bárbaro”, había conquistado en el siglo VII al África bizantina, la provincia más civilizada y cristiana de occidente. Eran los árabes, quienes en buena parte acabaron con la floreciente Iglesia africana, gloria de la Cristiandad occidental y latina, que prácticamente desaparecería de la historia. En los primeros años del siglo VIII, la invasión musulmana cubría casi por completo la España cristiana, extendiéndose luego hasta amenazar la misma Galia. La naciente cristiandad se había convertido en una isla, entre el Sur musulmán y el Norte bárbaro [21].

Carlomagno había logrado detener ambos peligros, tanto en la zona meridional como en la boreal. Pero, tras su muerte, se produjo una avalancha de pueblos, piratas o salteadores, quienes aprovechando el caos que se había desencadenado a raíz de la desaparición del gran Emperador, tras poner pie en un territorio, terminaban conquistándolo e instalándose en él. Finalmente, y a costa de penosos esfuerzos apostólicos, acabarían siendo ganados por el cristianismo y la civilización, convirtiéndose, también ellos, en forjadores de la nueva Europa que habría de salir del caos. Pero hasta entonces, ya que estas conversiones recién tendrían lugar a lo largo de los siglos X y XI, ¡qué años terribles de incertidumbre, de angustia y devastación debieron soportar las regiones de la Europa central y occidental!

¿Cuáles fueron esas tribus? Nombremos ante todo a los normandos, término que significa «hombres del norte». Eran pueblos paganos, oriundos de las regiones escandinavas (actuales Dinamarca, Noruega y Suecia), que se instalaron en Irlanda y parte de Escocia, las costas de Holanda e Inglaterra meridional. Los suecos tomarían un rumbo diverso ya que, surcando el golfo de Finlandia, penetrarían en la gran arteria fluvial del Dnieper, llegando hasta Nóvgorod y Kiev, las viejas ciudades de la Rus. Los descendientes de Carlomagno, por cierto muy inferiores a él, no tuvieron el talento ni el coraje necesarios para equipar flotas capaces de enfrentar los ágiles esquifes de los vikingos. Sin embargo poco a poco los normandos fueron cambiando su actitud de piratas nómades por la de conquistadores, y, ya cristianos, comenzaron a establecerse en diversos territorios de Europa occidental, como Normandía, Inglaterra e Italia del sur.

Mas entonces apareció en lontananza un enemigo más feroz, que provenía de las estepas de los Urales, emparentado con los hunos, el pueblo magiar, al que los europeos, aterrorizados por sus depredaciones, llamaron “húngaros”, palabra de la que, según algunos etimologistas, proviene el término “ogro”. Pero aun ellos acabarían a la larga por aceptar el cristianismo a tal punto que el Papa coronaría a su rey Esteban, quien sería santo. El antiguo Imperio de Carlomagno era ahora una sombra de lo que había sido: un imperio sin la ley romana, sin las legiones romanas, sin la ciudad y sin el Senado.

5. Del Imperio Otónico al Sacro Imperio Romano Germánico 

Si miramos las cosas desde el punto de vista de la gestación de la Cristiandad, la coyuntura podía parecer desesperante. Pero no fue tal. Se trataba de hechos dolorosos, sí, pero eran dolores de parto, ya que de la confusión de estos siglos nacerían los pueblos de la Europa cristiana. Por otra parte, los logros del período carolingio no se habían perdido del todo. Quedaba al menos el recuerdo de esos tiempos gloriosos, y en cualquier momento podían ser retomados, acomodándose, por cierto, a las nuevas circunstancias.

En medio del caos, la Iglesia buscó al hombre adecuado, como siglos atrás había puesto sus ojos en Clodoveo, y luego en Carlomagno. El ducado más poderoso era el de Sajonia, cuyos integrantes, tras haber sido feroces paganos, eran ahora cristianos fervorosos, bajo la conducción de un noble llamado Otón. Dicho príncipe era, por cierto, inferior a Carlomagno, no mostrando el mismo interés que aquél por instruirse, por civilizarse, sin por ello ser del todo inculto. Era, simplemente, un hombre de guerra. Montado sobre su caballo, con sus cabellos y su barba roja al viento, parecía un guerrero invencible. Las circunstancias de su vida fueron, con todo, muy semejantes a las de Carlomagno. Más aún, tuvo la voluntad expresa de llegar a ser un segundo Carlomagno, restaurador del Imperio que aquél había fundado.

Y así se hizo coronar Rey de Germanos en 938, bajo el nombre de Otón I. El joven príncipe, tuvo especial cuidado en que la ceremonia se llevase a cabo en la ciudad que durante el gobierno de Carlomagno había sido capital del Imperio, Aix-la-Chapelle – Aachen, dicen los alemanes, Aquisgrán, nosotros–, según los solemnes ritos eclesiásticos. Recuperaba así la tradición carolingia, agregándole el patriotismo tribal de los sajones, siempre sobre la base de una estrecha armonía entre la Iglesia y la Corona. Invitado por el Papa, Otón se dirigiría a Italia en 961 para recibir de manos del Pontífice la corona imperial.

A Otón I lo sucedió su hijo, Otón II, a quien aquél había hecho casar con una de las hijas del emperador bizantino Romano II, la princesa griega Teófana, que llevó a Occidente las tradiciones de la Corte Imperial del Oriente. El hijo nacido de esa unión, Otón III, pudo así reunir en su persona la herencia de las dos grandes vertientes del orbe cristiano, la bizantina y la occidental. Asesorado por su preceptor Gerberto, quien luego sería Papa bajo el nombre de Silvestre II, tuvo el mérito de ir creando una conciencia europea integradora de los grandes valores sembrados aquí y allá. En este sentido Otón III fue un digno continuador del espíritu de Carlomagno, ya que durante su reinado las grandes tradiciones de las épocas anteriores se unieron e integraron en la nueva cultura de la Europa premedieval. No era todavía, por cierto, el logro del ideal, pero el esbozo estaba dado: un Imperio como comunidad política de los pueblos cristianos, gobernado por las autoridades concordantes e independientes del Emperador y del Papa. Deseando manifestar mediante un signo concreto su decisión de empalmar con la vieja tradición del Imperio Romano, Otón se dirigió a Roma, y tras hacerse levantar un palacio sobre el monte Aventino, reasumió íntegramente el ceremonial de la corte bizantina, tomando el nombre de Emperador de los Romanos.

C. Dawson llega a decir que fue en este territorio intermedio donde reinaron los Otónidas, que se extendía desde el Loira hasta el Rin, donde nació en realidad la cultura medieval. Tal fue la cuna de la arquitectura gótica, de las grandes escuelas, del movimiento monástico, de la reforma eclesiástica y del ideal de las cruzadas. Tal fue también la zona donde se desarrolló el régimen feudal, el movimiento comunal del Norte europeo y la institución de la caballería. Fue allí donde al fin se logró una admirable síntesis entre el Norte germánico, la doctrina sobrenatural de la Iglesia y las tradiciones de la cultura latina [22]. No deja de ser paradigmático que el sucesor de Otón el Grande fuese un santo, Enrique II, canonizado junto con su mujer Cunegunda.

El tiempo no nos permite detallar los acontecimientos que se fueron sucediendo. Baste decir que inicialmente el Emperador fue Rey de Romanos. Pronto su Imperio recibiría el calificativo de “sacro”, y más adelante de “germánico”. Sería el Sacro Imperio Romano Germánico, columna vertebral de la Edad Media propiamente dicha.

Data asimismo de este período la aparición de los diversos Reinos. San Esteban de Hungría, como ya lo dijimos, recibió del Papa su corona. En España, los señoríos que no estaban en manos de los musulmanes se fueron unificando, con la emergencia de grandes figuras como la del rey San Fernando. En Sicilia, los antiguos normandos establecieron un reino cristiano con los Guiscard. Y en Francia apareció una familia, la de los Capetos, que durante 300 años la gobernarían, encontrando su arquetipo en la figura de San Luis.

Según el P. Julio Meinvielle, así como con Pedro, Santiago y Juan, los tres apóstoles del Tabor y del Huerto, símbolos de las tres virtudes teologales, se formó alrededor de Cristo el núcleo esencial del apostolado cristiano, del mismo modo, con Roma, España y Francia, quedó en sustancia constituida la Cristiandad.

Roma, España y Francia heredaron el genio de esos tres apóstoles en la misión que de hecho les tocó desempeñar en el curso de la historia del cristianismo. Roma es la Fe por ser la sede del apóstol en favor del cual Cristo rogó para que su fe no desfalleciese. España es la Esperanza o Fortaleza porque, conquistada para Cristo por Santiago, heredó el ímpetu y ardor de este apóstol, a quien Santo Tomás de Aquino, en su comentario al evangelio de San Mateo, llama el principal luchador contra los enemigos de Dios. Francia es la heredera del apóstol de la Caridad [23].

Sin embargo, agrega Meinvielle, es preciso aludir también al papel de Alemania, que representa la Voluntad, el brazo secular, la espada al servicio de la Iglesia, como lo mostró con Otón el Grande y San Enrique [24]. Podríamos asimismo incluir en este listado de naciones que influyeron particularmente en la construcción de la Cristiandad a las Islas Británicas, sobre todo por el papel cumplido por la poética Irlanda, de donde partieron numerosísimos monjes para misionar el entero continente europeo. Y por qué no a la naciente Rusia, hija de los terribles vikingos, convertida en la persona de su príncipe San Vladimir, quien se bautizó con su pueblo en el Dnieper, el río que baña a Kiev, su capital, aportando a la comunidad de naciones cristianas el amor a la Belleza –filocalia–, que según las crónicas había sido para ese pueblo la razón inmediata de su conversión. Por desgracia el cisma, ya próximo, dañaría sensiblemente su pertenencia al gran edificio de la Cristiandad europea.

G. Walsh ha sintetizado con perspicacia las diversas vertientes históricas que confluyeron en el Medioevo. Ante todo el logos griego, primero sospechado, como dijimos, pero luego asumido, principalmente por obra de los Padres de la Escuela de Alejandría. Luego el foro romano, que estuvo también al comienzo distanciado del cristianismo, al que persiguió cruelmente, para luego convertirse en la persona de Constantino, y ofrecer a la expansión de la Iglesia toda su infraestructura. En tercer lugar la fuerza germana, que primero trajo la sangre con las invasiones, pero ulteriormente, gracias a la conversión de sus pueblos, produjo un San Benito, un San Isidoro, un San Beda, y políticamente un Carlomagno y luego un Otón. Finalmente la fantasía céltica, inicialmente caracterizada por la pereza y la desidia, pero que luego se puso en movimiento con San Patricio y los monjes irlandeses, esa fantasía que crearía el ideal de la búsqueda del Grial, y que aportaría al Occidente su cuota de humor y el espíritu caballeresco.

La Edad Media sería así una síntesis de la gracia con la sabiduría helénica, la eficiencia romana, la fuerza teutónica y la imaginación céltica [25].

* El Padre Alfredo Sáenz es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo, en Roma. Durante 13 años fue Encargado de Estudios en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, teniendo a su cargo, la revista cuatrimestral Mikael. Ha estado a cargo de Teología Dogmática y Patrística en la Facultad de Teología de San Miguel, dependiente de la Universidad del Salvador, de Buenos Aires. Autor de numerosos artículos en diversas revistas nacionales y extranjeras, principalmente en Mikael y Gladius. Ha recibido los Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autonoma de Guadalajara.

Notas:

[12] Cf. Stromata VI, 17 ss: PG 9, 380 ss.

[13] Cf. Stromata I, 22, 148: PG 8, 896.
[14] Puede verse el texto completo de la Égloga, en su original latino y en su versión castellana de Carlos A. Sáenz, en «Gladius» 4 (1985) 34-37.
[15] Homilía en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en: San León Magno, Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid 1969, p. 355.
[16] Cf. La crisis de nuestra civilización, Sudamericana, Buenos Aires 1966, p. 33.
[17] Ibid., p. 77.
[18] Para ampliar datos sobre este tema cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana…, pp. 112-114.
[19] Sería justamente al son de ese grito que varios siglos después los cruzados se lanzarían al combate en Tierra Santa.
[20] Cf. al respecto G. de Reynold, La formación de Europa. VI. Cristianismo y Edad Media, Pegaso, Madrid 1975, pp. 434-436.
[21] [NdCentroPieper: Al respecto, el prestigioso historiador H. Belloc manifiesta que la Cristiandad fue asaltada “desde el Norte, desde el Este y desde el Sudeste en dos formas distintas. Hordas de paganos auténticos y bárbaros, algunos procedentes de Escandinavia, muchos mongoles y eslavos, se lanzaron fieramente sobre los límites de la Cristiandad con la esperanza de saquearla y por consiguiente arruinarla. En el ataque procedente del Este venían hombres de los distritos que hoy llamamos Suecia, Noruega, Dinamarca y Polonia, así como las llanuras rusas, de Hungría y del valle del Danubio. Nuestra lucha contra esos enemigos del nombre y de la cultura cristiana estuvo a punto de anonadarnos, pero al final salimos triunfantes […] Lo que ocurrió en el sudeste fue algo distinto […] Un enjambre de jinetes del desierto, armados, aparecieron en los arenales de Arabia e irrumpieron sobre las civilizaciones de habla griega y de administración griega, sobre Siria (incluyendo a Palestina), Mesopotamia, Egipto, y desde ahí a lo largo del Mediterráneo entre el mar y el desierto de Sahara. Esas bandas de caballería llegaron al atlántico en Marruecos, cruzaron el estrecho de Gibraltar, y siguiendo hacia el norte atravesaron España y consiguieron cruzar los pirineos. Este ataque desde el Sudeste era el ataque musulmán, no pagano como el otro que se lleva a cabo en el Norte […] Este ataque a la Cristiandad desde el Sudeste, no solamente conservó sus primeras conquistas, sino que siguió progresando con el correr de los siglos. Es cierto que después de muchas generaciones, hasta cierto punto, fue rechazado en España, mas continuó persistente y fuerte sobre todo el Norte de África y Siria” (Hilaire Belloc, La Crisis de Nuestra Civilización, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1961, pp. 57-58)].
[22] Cf. Así se hizo Europa, La Espiga de Oro, Buenos Aires 1947, p. 368.
[23] Cf. Hacia la Cristiandad, Adsum, Buenos Aires 1940, pp. 54-55.
[24] Cf. Ibid., p. 69.
[25] Cf. Humanismo Medieval, La Espiga de Oro, Buenos Aires 1943, pp. 27-65.
Fuente: P. Alfredo Sáenz, La Cristiandad y su Cosmovisión,
Editorial Gladius, Buenos Aires 2007, pp. 25-60 / Centro de Humanidades Josef Pieper