De Civilizaciones y Barbaries – historias que no se superan

Por Mario de Casas *

Desde hace tiempo, pensadores de estas tierras, han elaborado algunas críticas a lo que se denominó la dependencia cultural centroeuropea. Esta incidencia puede encontrarse en la prensa, en el sistema educativo, en parte en nuestra literatura, etc. La liberación de la filosofía apunta a recuperar nuestras mejores tradiciones.

La apelación al rechazo de la “vuelta al pasado” es tanto cínica letanía como fundamento del discurso del oficialismo. Esta fórmula es la punta de un iceberg que tiene distintos componentes, más o menos encubiertos. El más elemental es la falacia de la “herencia recibida”, que no requiere mayor análisis por cuanto la realidad se encarga de desnudarla diariamente; lo que no significa que las potenciales víctimas tengan plena conciencia de que se trata de una argucia para justificar las políticas en ejecución, y menos todavía de sus consecuencias.

Distinto es el caso de otros ingredientes de la diatriba, como cuando se insiste en el imperativo de evitar el retorno de la “vieja política”, del “populismo” o de los “personalismos”; cuestiones cuya enunciación genérica, carente de toda historicidad, las convierte para el receptor inadvertido en causas excluyentes del “problema argentino”. Si se suma la aparente convicción con que los principales dirigentes de la alianza Cambiemos, sus intelectuales orgánicos y algunos que se pueden considerar ajenos al oficialismo -pero utilizan las mismas categorías para emitir juicios políticos- previenen sobre tales “riesgos”, la cuestión necesariamente gana un lugar destacado en la lucha político-ideológica que tiene al país por escenario.

Cuando se pretende dilucidar la génesis del kirchnerismo suele destacarse una singularidad que también asoma cuando el objeto de análisis es el peronismo. Me refiero a su aparición repentina -o falta de causas evidentes-, que ha dejado y está dejando su marca en la trayectoria de estas dos manifestaciones del movimiento nacional; parece que los elementos ideológicos, políticos, económicos y sociales que las impulsaron se hubieran combinado abruptamente en los momentos previos a su surgimiento, como si hubieran brotado de la nada misma. En cambio, cuando Yrigoyen asumió el gobierno en 1916 habían transcurrido 25 años de lucha, es decir que hubo un período relativamente largo de gestación.

Mi hipótesis sobre los procesos que para el registro político arrancaron en 1945 y 2003 va por otro carril: mientras la evolución real de la sociedad argentina se gestaba en ámbitos ignorados cuando no despreciados, las principales expresiones públicas de la cultura y la política proyectaban la imagen de una república que seguía siendo igual a sí misma; políticos y analistas, desconcertados por fenómenos que desbarataban sus planes y pronósticos, desfiguraron lo que sucedía en sus narices y cayeron en el reduccionismo de afirmar que se trataba de un pasajero renacimiento del tan vilipendiado caudillismo. Así, a poco de andar, se invirtieron las relaciones causa-efecto atribuyendo los presuntos “retrocesos” y/o  “desmanes” a la “demagogia” de un hombre; responsabilizando a Perón por la “segunda tiranía” y a Kirchner por la “vuelta del populismo”.

Los argentinos hemos sido educados durante más de 100 años en el repudio a los caudillos. Todavía hoy se enseña, desde los primeros grados hasta la cátedra universitaria, que a nuestro país le aqueja una enfermedad recurrente, y que no podemos considerarnos “civilizados” mientras no la erradiquemos para siempre. Es el caudillismo con sus sucesivas manifestaciones: montoneras, chusma yrigoyenista, descamisados o cabecitas negras del peronismo y sometidos por el choripan del kirchnerismo. Los sociólogos, políticos y opinadores deslumbrados por la decadente civilización europea ven en esas fases la exteriorización, bajo formas distintas, de la misma “barbarie” sustancial no extirpada. Sin embargo entre los caudillos de la mitad del siglo pasado y el caudillo Kirchner media tanta distancia como entre las montoneras y la reacción policlasista que estalló en diciembre de 2001.

Hay algo en las distintas manifestaciones de la “barbarie” que la “civilización” no ha conseguido “superar”. Es que la civilización europea no se expandió hasta arrancar de raíz la “barbarie” y borrar el pasado, como pretendía Sarmiento; ni prendió y cuajó de raíz, según las esperanzas del joven Alberdi. Propagó sus semillas en un medio social que, al fecundarlas, generó el alumbramiento de una nueva civilización. La “barbarie” se civilizó al compás de la expansión del modo de producción capitalista, pero no para hacer de la Argentina el mero calco de las naciones pioneras del capitalismo. El autor de las Bases pensaba que en un plazo breve nuestra sociedad se igualaría a las idealizadas democracias anglosajonas, sin percibir que la expansión capitalista generaba fuertes contradicciones en el orden social que impulsaba; la fundamental tuvo origen en el desigual estado de desarrollo entre las potencias imperiales -primero Inglaterra, después Estados Unidos- y el país de los argentinos. Sin perjuicio de evaluaciones que exceden el alcance de estas líneas, faltó a Alberdi y Sarmiento la perspectiva amplia de los fundadores de una nueva civilización. No comprendieron las causas de la gran distancia entre la “barbarie” indoamericana y el progresismo tecno-industrial anglosajón.

Lo dicho hasta aquí y las consideraciones que siguen vienen a cuento porque la misma conciencia colonial que sólo concibe la imitación del régimen de los colonizadores y nubló la visión de aquellos dos hombres clave del siglo XIX, sigue vigente en la segunda década del siglo XXI; e implica un desprecio por las masas, las de antes -nativas- y de las de ahora.

 En efecto, primero fue la pasividad: los hombres de la organización liberal de la República no fueron caudillos en el sentido de su reconocimiento como jefes políticos por parte de las masas, sino todo lo contrario, consagraron sus energías a quebrar los vínculos de los caudillos con las masas; y como el tipo de dirigentes al estilo anglosajón que pretendían imponer era un obstáculo insalvable para sustituir a los caudillos, apareció la democracia renga que los socialistas castigaron con el epíteto de “política criolla”. Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca, Juárez Celman y Pellegrini sabían que la práctica del gobierno jurídicamente “democrático” -el único que convenía a los intereses del capital extranjero y la oligarquía autóctona- demandaba que las mayorías populares permanecieran pasivas: de movilizarse lo hubieran hecho contra ese tipo de gobierno, resucitando el caudillaje.

Lo que no sabían es que iban a contar con el -tal vez involuntario- respaldo de sociólogos de la época, quienes opinaban que la pasividad era congénita en las masas nativas, y atribuían el caudillaje a ese rasgo “natural” y por lo tanto insalvable: Carlos Octavio Bunge, uno de los más respetados, veía -en 1903- al caudillo del ´900, instrumentado por la oligarquía local con el objeto de sofocar la combatividad de las masas, como el caudillo por excelencia: estaban fuera de su radar el caudillo anterior -el de las montoneras- y el caudillo futuro -el que hasta hoy ha conducido las luchas contra el coloniaje-. Éste no era un juicio aislado, formaba parte de una especie de perversa “psicología social” que hizo historia y se constituyó en un antecedente importante del pensamiento y comportamiento de quienes después denigraron a los núcleos de las respectivas bases sociales de Yrigoyen, de Perón y de Cristina.

Para Bunge la presunta inacción de las masas era la causa excluyente de todo caudillaje, cuando en realidad desde Artigas en adelante los caudillos de la primera hora revolucionaria se erigieron como tales montando la ola de una fuerte actividad de las poblaciones. La indiferencia colectiva que se observaba en la superficie política de la época de Bunge no era consecuencia de incurables taras psicológicas, sino de la incompatibilidad de vastos sectores populares con un régimen importado que no surgía de ellos mismos y que se proponía transformarlos por la violencia, o aniquilarlos.

En estos días, hemos sido testigos de la influencia de ese positivismo sociológico, que presenta a las comunidades indígenas de nuestro continente en estado de congelamiento definitivo, indiferentes a los cambios en el mundo: en el contexto de la desaparición forzada de Santiago Maldonado, mercenarios que trabajan para medios hegemónicos se burlaron incrédulos cuando un testigo mapuche dijo que había visto a través de prismáticos a gendarmes cerca de Santiago, que no había cruzado el río. Actitud tan insólita como calificar de “terroristas” a los miembros de esa comunidad. Lo que sí es cierto es que los pueblos originarios han dado trascendentes ejemplos insurreccionales, y es probable que sus fracasos y la resistencia pasiva que muchas veces les siguió hayan obedecido a diversas causas, como la falta de conducciones que contribuyeran a romper con la disyuntiva entre un presente ominoso y el retorno al pasado.

El período comprendido entre 1862 y 1916 permanece grabado en la conciencia liberal-conservadora apuntalada por el positivismo como el único tiempo -mitológico- de las esperanzas argentinas. Hay para ellos un antes y un después de ese Tiempo de la República, paraíso perdido que sueñan recuperar; apogeo de la “política criolla”, con el caudillo de viejo cuño domesticado; cenit de la abundancia de los sectores primarios exportadores, de los importadores y de los grandes bancos.

El período que lo precedió terminó con la muerte heroica de los paraguayos en la guerra que denominan de la Triple Alianza, que el pensamiento nacional llama de la Triple Infamia: un antes aniquilado por el colonialismo capitalista a través del manejo de los ferrocarriles, los empréstitos y el libre comercio. El período que le sucede llega hasta nuestros días.

Es evidente que tanto las distintas expresiones históricas de los sectores conservadores y reaccionarios como las del movimiento nacional y popular han fracasado hasta el momento en imponer definitivamente un orden social. Las primeras para sumergirnos en la dependencia de las potencias imperiales, para fiesta de unos pocos y frustración de las mayorías; las segundas para consolidar las transformaciones que aseguren un desarrollo relativamente autónomo y socialmente justo. Por eso el país está en disputa.

Soy consciente de que esta especie de empirismo histórico no conduce directamente a las soluciones que desde el movimiento nacional, popular y democrático necesitamos para romper ese eterno retorno, circularidad que se prolonga sin solución de continuidad y estrangula el proceso argentino de emancipación nacional y social; asimismo entiendo que este análisis no es para oportunistas, que nunca miran más allá de sus intereses inmediatos ni más abajo de la superficie, por lo que desconocen que una elección por sí no puede cambiar para siempre el curso general del acontecer nacional. Pero ni el presente ni el futuro pueden ser aprehendidos como si vinieran de un repollo, tienen origen en el pasado, no como repetición mecánica, sino como asimilación y rechazo; es decir, la concepción dialéctica del proceso histórico-social, no la mera experiencia, nos puede orientar respecto de si la Argentina se está precipitando en una etapa de decadencia irreversible o si siguen madurando en ella las condiciones para cambios progresivos.

A partir de 1916, las masas han sido y son subestimadas no ya por pasivas, sino por ignorantes. En la base de esta convicción de los sectores dominantes y de  importantes segmentos de las capas medias también está ese liberal-positivismo que, como he sostenido más arriba, nunca entendió, ni se preocupó por entender, las contradicciones que se agitaban en la sociedad argentina en las vísperas del yrigoyenismo, del peronismo y del kirchnerismo respectivamente; su característica sobresaliente sigue siendo la incapacidad para concebir un país distinto de aquel que nació de la expansión colonialista del siglo XIX. El pseudo-realismo que esgrimen sus epígonos se basa en creer que las leyes sociales son rígidas y eternas, que siempre producirán el mismo efecto, pues las asumen como si se tratara de la ley de la gravedad y otras constantes de la naturaleza. En particular profesan una ciega adhesión a la actual ortodoxia económica, que ya era dominante a fines del siglo XIX. Su nave insignia es la Constitución de 1853 que, aun con sus modificaciones, se presta a situaciones como la actual, que Cristina ha de denominado democracia precaria.

En los días que corren hemos sido testigos de una manifestación de esa subsunción acrítica a todo lo que proviene de los países del norte, cuando intelectuales y políticos de la alianza gobernante reaccionaron con admiración ante la reelección para un cuarto mandato de la canciller alemana Merkel, admiración del mismo orden de magnitud que el rechazo que les provoca toda reelección en nuestras pampas de cualquier representante de los sectores populares.

Esta crónica incomprensión de la situación nacional induce a considerar los liderazgos populares como fenómenos aislados, consecuencia de la perversidad de personajes ambiciosos en combinación con masas ignorantes -ya no las nativas sino las que se conformaron con el aporte migratorio, externo e interno-, y a reaccionar con estupor ante la reaparición del caudillo -ahora en su versión moderna del líder popular- que una y otra vez creyeron sepultado para siempre por la mediocridad liberal. Luego, se comprende que para el macrismo y Cía. la contradicción fundamental sea “populismo-antipopulismo”, no desarrollo autónomo-dependencia que equivale a la disyuntiva entre el Estado bajo control popular o el Estado bajo control de las corporaciones; que el impulso a un proceso de industrialización y el estímulo al consumo masivo sean “despilfarros” y que “volver al mundo” sea someter toda decisión política a los intereses de las potencias centrales, es decir, de las transnacionales y el poder financiero global.

 Es probable que de la indigencia ideológica -no de tecnologías de marketing- que subyace al macrismo, y de sus políticas, no vaya a surgir un líder popular; lo que también es probable es que el macrismo no se detenga en su intento por destruir el único liderazgo popular vigente que, por definición y antecedentes, es capaz de abortar sus planes: el de Cristina Fernández.

No está de más agregar que en esta instancia la derecha no sólo pretende transformar regresiva y definitivamente las estructuras de la Nación: aspira hacerlo con la aquiescencia mayoritaria, lo que implica la necesidad de producir cambios culturales de amplio alcance. Es con este propósito que está invirtiendo variados recursos, algunos modernos y sofisticados y otros viejos y amañados, como los intentos por silenciar a uno de los más importantes intelectuales argentinos vivo, Horacio Verbitsky, a sus compañeros en la investigación periodística y a los medios en los que publica.

Sin embargo, no es aventurado asegurar que no le resultará fácil alcanzar tan ambicioso objetivo. Los sectores populares argentinos no sólo tienen conciencia de sus derechos, que pudieron ejercer cada vez que lograron controlar el Estado, cuentan también con sólidas organizaciones y con historia en luchas como la que está en curso. No olvidemos que en este país los liderazgos populares siempre han representado el carácter nacional dominante, y sus obras políticas las aspiraciones mismas de amplios sectores en un momento particular de la historia; que el vituperado caudillo, en nuestro caso la vituperada caudilla, marca con su sello toda una época, porque en realidad es su época la que lo/a crea; que Fernando de la Cuadra – Sociólogo, Universidad de Chile. Doctor en Ciencias Sociales con especialización en Desarrollo, Agricultura y Sociedad, Universidad Federal Rural de Rio de Janeiro, Brasil. Investigador del Grupo de Trabajo “Cambio ambiental global, cambio climático, movimientos sociales y políticas públicas” del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

     En tal sentido, el kirchnerismo y el antikirchnerismo existían antes de Néstor y Cristina, y probablemente los sobrevivan. Por eso una pregunta que hace las veces de brújula es ¿quiénes ungieron a Cristina líder y quienes intentan destruirla?, o su equivalente: ¿qué hay detrás del kirchnerismo y del antikirchnerismo?

* Mario de Casas – Ingeniero civil. Diplomado en Economía Política, con Mención en Economía Regional, FLACSO Argentina – UNCuyo. FpV

Fuente: La Tecl@ Eñe – Mendoza, 23 de octubre de 2017

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