Balmaceda: “El neoliberalismo tiene su ala izquierda, que abandona al obrero por la ‘diversidad'”

Por Carlos Balmaceda

El neoliberalismo tiene un ala izquierda.

Es vegana, abortista, multicultural, aboga por tantos géneros como personas existan.

Las dos fingen una pelea que no es tal.

Pero la derecha sabe que está haciendo un simulacro.

Y su ala izquierda supone que lucha en serio, para hacer un mundo en donde todo sea orgánico, libre, separado, sin Estado, si es posible.

Y ahí, esa izquierda, que ya no es marxista, que solo compone un “marxismo cultural”, abandona al obrero como sujeto de la historia, y pone en escena a la “diversidad”, que es una de las palabritas mágicas que el neoliberalismo usa para mostrarse tolerante.

Lo de la derecha y lo de la izquierda no es nuevo. El “Gallego” Álvarez, creador de Guardia de Hierro, lo señala a lo largo de la Historia Argentina: una derecha liberal cipaya, y una izquierda cipaya. Claro, en el siglo XIX no estaba la cuestión de género, pero era lo mismo. Las “pinzas” le llama, que confrontan al movimiento nacional.

Los movimientos de reivindicación asociados al género cuentan con financiación, difusión, espacio en cátedras universitarias, presencia en el propio estado.

Hay que separar esta operación de la justicia de los reclamos y de las luchas que cada colectivo dio, para que no se suponga animosidad contra estos.

Pero lo llamativo es que esos bloques cuenten con la difusión que tienen, y que los llevan a poner pie en movimientos políticos, y hasta teñirlos con sus colores.

Lo multicultural es el gran moño puesto sobre cualquier ideología.

El macrismo lo entendió perfectamente: bicisendas, estaciones saludables, perros con espacios propios en los subtes o en los negocios, diversidad religiosa, ciudad gay friendly. Pero entiende perfectamente que es un moño. Antes están sus negocios, entre los que se cuentan vender a la patria.

La izquierda cultural, la socialdemocracia no ve un moño, ve un eje. Cree que ese mensaje, que no es universal, que es el de un nicho, es una suerte de horizonte utópico final.

La izquierda trotskista también cayó en esta trampa (vean sino los pañuelos verde y naranja en los cuellos de Del Caño y Bregman cuando convocan a un mitín).

Los medios fogonean este emblema cultural, que es siempre irreverente, juvenil, provocador, descontracturado.

En un pase de magia, la vieja izquierda dura dejó el comando de su producción teórica a la Escuela de Frankfurt, y de ahí, vinieron los franceses, y en otro pase de magia, depositaron aquel legado intelectual y político en el neoliberalismo, que hizo lo suyo desde la década del ´40.

Ahora, curiosamente, tenemos libertarios de derecha y libertarios de izquierda que quieren abolir el estado. Es decir, el boludito que apedrea un cine porque pasan la película de Santiago, marchando junto a Milei. Y los trotskistas, y los socialdemócratas con pañuelo al cuello para desmontar ese mismo estado.

El movimiento nacional y popular, el hondo legado cultural, político, ideológico, la experiencia vivida y acumulada ha sido dejada de lado, o no puede hacerse escuchar en este caos.

Pero es necesario estructurar ese pensamiento y salir a disputar espacios.

Hay aliados: tipos como Duguin, que plantean una Cuarta Teoría Política cercana al peronismo, la política rusa, inspirada en parte por él, Irán, Siria.

No es casual que en estos lugares, la ideología de género se vea con desconfianza.

No es casual que grupos financiados por la derecha como las Pussy Riot, activen en estos lugares, siempre con coreografías y puestas mediáticas, provocadoras, irreverentes, que reivindican una suerte de orgullo adolescente de género.

A todo esto, esta avanzada también genera en la simple gente de pueblo, que se debate entre un discurso que replica el mensaje de la corrupción y la libertad casi anárquica de género, un rechazo intuitivo.

Nos preguntamos por qué latinos que escucharon a Trump despreciarlos, lo votaron.

Nos preguntamos por qué negros que escucharon a Bolsonaro despreciarlos, lo votaron.

Lo que no nos preguntamos es qué les dijeron Trump o Bolsonaro, además de despreciarlos, lo que percibieron en ellos, qué mensaje los sedujo.

De Trump, podemos dar una respuesta más consistente, porque gobierna hace dos años y su política industrialista los favoreció.

¿Dónde estábamos cuando Trump les hacía este guiño y los tipos lo elegían?

Al lado de Merryil Streep y Hillary, con el puño levantado en repudio al misógino.

De Bolsonaro, no podemos decir nada, salvo imaginar las reacciones frente a lo ya descripto.

Lo que sí podemos decir, es que en un mundo tan líquido, amenazante, inconsistente, la palabra filosa, ruda, sin corrección política, decidida, aunque sea demagógica, aunque mienta, exagere, polariza.

Una opción a futuro para nosotros, consiste en condenar tajante y sobreactuadamente a la corrupción. Hablar de manos cortadas, de cabezas que rodarán, de traición a la patria en cada 10% que se cobre.

Definirse, en la palabra, condenar, en la palabra, ajusticiar con la lengua y decir todo cortito y sin vueltas, como una explosiva escupida de propuestas, debería ser nuestra opción.

Después dejémosles a los equipos de ideas y ejecutores de la política los grandes planes, esos que a la gente del común solo le interesa cuando los ve en resultados concretos.

Pero para empezar, volvamos a centrarnos en nuestra identidad nacional y movimientista.

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