La felicidad al alcance de cualquier cerebro

Por Laura Kiel*

La utilización de conceptos científicos al servicio de los negocios de los laboratorios no es nuevo, pero cada vez aparecen nuevas formas y nuevos peligros.

Una mamá me pregunta por qué no me gustan las neurociencias si están tan de moda. Me toma desprevenida y titubeo en la respuesta. Sin lugar a dudas, el discurso de las neurociencias resulta seductor para un público masivo que llena plazas y teatros como si fuera un show. Me pregunto cómo se introdujo ese significante en el campo de la cultura y cuánto hace que circula en el lenguaje coloquial. Tengo la impresión de que detrás de la moda de las neurociencias hay un fenómeno que no alcanzo a vislumbrar: ¿Cuál es el sentido de introducir una campaña de divulgación social de las neurociencias, ampliando un escenario que solía quedar restringido a ámbitos clínicos o académicos?

Me dediqué entonces a leer cuanto libro tuviera en su tapa las palabras neurociencias, cerebro a secas, cerebro que aprende, cerebro pobre, cerebro lector, cerebro moral, cerebro para vivir mejor y otros cerebros. Me encuentro con un prólogo que dice lo siguiente: “Hoy las neurociencias cognitivas están tomando por asalto no solo a la comunidad científica sino a la sociedad en su conjunto: todo, desde el marketing hasta la ley, y desde la educación hasta la política, exige una explicación basada en los hallazgos de esta disciplina que cada vez atrae a un mayor número de adeptos” [1]. ¿Adeptos? Según la RAE, son partidarios o seguidores de alguien o algo, como una idea o un movimiento. ¿Por qué necesitarán adeptos?

Hay un tono de euforia casi megalómana que impregna la redacción de estos libros de divulgación. Si no apelaran a las ciencias, creería que por momentos se deslizan a un discurso religioso. ¿Cuál es la buena nueva tan bien recibida por tantos adeptos?

El libro del neurocientífico más popular propone “pensar el cerebro con el objetivo de que podamos vivir mejor”. Parte de la siguiente hipótesis: “cuanto uno más comprende sobre sí mismo, más va a atenderse y cuidarse, es decir, vivir plenamente” [2].

Evidentemente hay algo que se me escapa. No puede ser que todo un libro de neurociencias se base en una hipótesis de sentido común, que no forma parte de su campo disciplinar y que ni siquiera se verifica en la realidad.

Si la promesa de vivir mejor se sigue justificando en el equilibrio químico del cerebro y los niveles de neurotransmisores, esa revolución “científica” ya se produjo a finales de los 80 de la mano de la psicofarmacología, que pasó de una medicación al servicio de curar la enfermedad mental a un consumo masivo precisamente con la promesa de “la felicidad” garantizada, el famoso “garomboll” de ChaChaCha.

Sin embargo, a casi tres décadas de ese descubrimiento de la pastilla de la felicidad, el número de enfermos mentales se ha disparado a cifras inauditas y estamos lejos de aprender a vivir mejor. La realidad actual en cifras y estadísticas resulta aterradora. Según, Alan Frances, quien dirigió durante años el DSM (Manual de la Psiquiatría Mundial): “Durante los últimos quince años, cuatro grandes epidemias de trastornos mentales han hecho explosión repentinamente, el número de niños bipolares ha aumentado extrañamente en un 40 por ciento, los autistas en 30 por ciento, los hiperactivos con déficit de atención se han triplicado, mientras que la proporción de adultos candidatos a un diagnóstico de bipolaridad se ha duplicado”. Un pantallazo por las condiciones de salud de la población alcanzaría para disipar tanta esperanza. Sobre todo, cuando los avances del reino del cerebro y los embates de las Terapias Cognitivo-Comportamentales (TCC), ambos de la mano de la creciente industria farmacológica son responsables de transformar la salud en una mercancía dirigida al público en tanto consumidor.

Como señala David Healy, profesor de la Universidad de Cardiff: “El factor que hizo que el Prozac fuese popular no fue su potencia sino su buena y estudiada comercialización”. Es el mercado quien distribuye hoy las nuevas categorías de síndromes y trastornos, en una maquinaria fuera de control donde la población en su conjunto devino consumidora. Las publicidades dirigidas a los padres –induciendo al consumo de psicofármacos para que la crianza de los niños resulte más sencilla– se realizan en medios de comunicación masiva; los tests para detectar dislexia o autismo están disponibles on line para el público en general con la aclaración de que no demoran más de un par de minutos; los usuarios eligen su diagnóstico en un catálogo ordenado por ítems que se llama DSM V. Los debates profesionales se legitiman como espectáculo.

Quizás lo más perturbador de estas alianzas del poder político-económico-científico sea que la población infantil devino en el sector más atractivo para los mercados. Nuevas enfermedades se inventaron para satisfacer el ritmo de producción de los grandes laboratorios, lo confirmó Leon Eisenberg, el inventor del ADDH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad), quien confesó meses antes de morir su connivencia con los laboratorios a la hora de pretender lanzar la Ritalina al mercado. Y el resultado es hoy una infancia hipermedicalizada, equipos de terapeutas repartiéndose una cantidad indiscriminada de sesiones, el crecimiento desmedido de certificados de discapacidad, las demandas abusivas de integraciones escolares.

Esta crisis no la denunciamos solo los psicoanalistas, se hace oír desde el corazón mismo del sistema de salud en términos de seguridad social, gasto público, etc. Traducido en términos económicos, no hay sistema de salud que aguante la hiperinflación diagnóstica con su consecuente medicalización.

Hasta aquí un pantallazo del contexto en el que los divulgadores de las neurociencias insisten en transmitir hoy un renovado optimismo.

En las líneas que me quedan quisiera introducirlos en el texto mismo. Como supongo que no todos han tenido la oportunidad de su lectura, comparto mi corte y pegue de ciertos enunciados que recorren estos libros dirigidos a un público lego. El armado es de mi autoría pero las frases son textuales.

¿Qué nos hace humanos? Una región del cerebro –la prefrontal– nos hace humanos… La ciencia está comenzando a iluminar el camino que nos permitirá entender por qué elegimos cuando elegimos… La neuroquímica es el principal factor determinante de la variabilidad en la conducta humana… La evidencia científica indica que las personas deciden, básicamente, con las emociones… Queda demostrado en investigaciones recientes que la toma de decisiones es un proceso que depende de áreas cerebrales involucradas en el control de las emociones… Los neurotransmisores o sustancias químicas que el cerebro produce son responsables de las emociones… Nuestro cerebro tiene el gran poder de modificar su propia neuroquímica… Sería muy bueno entrenarnos para producir nosotros mismos –o sea nuestro cerebro– la dopamina –un neurotransmisor– que nos atrae a aquellas elecciones de vida que nos encaminan a la felicidad verdadera… La agresión tiene una neurobiología subyacente que recién se está empezando a comprender… ciertos defectos en la distribución normal de la serotonina se vinculan a la agresión y la violencia…

La construcción de la falacia es perfecta. Quien domine las emociones dominará las conductas y las elecciones de la sociedad. El sueño totalitario toma la forma de la biopolítica. En un futuro cercano, el control del flagelo social de la violencia y una felicidad dopamínica estarán garantizados. No puedo evitar recordar la frase del presidente Macri en su discurso sobre “la construcción de un país en el que todos podamos conseguir nuestra forma de felicidad”. La felicidad ha devenido una cuestión de Estado.

Por último: Ya no se trata de esperar en forma pasiva que los pacientes lleguen a la consulta: proyectos de investigación a gran escala han demostrado que es posible identificar en forma precoz a las personas en riesgo de enfermar, y de esta manera, modificar la trayectoria de la enfermedad… Pese a los grandes avances de las neurociencias, los diagnósticos en psiquiatría se siguen llevando a cabo a partir de conversaciones con el paciente y su familia sobre sus síntomas y su historia. En la medida en que los trastornos mentales son alteraciones cerebrales, podemos esperar que algunos indicadores biológicos o cognitivos sutiles (pero, aun así, medibles) podrían ser detectados antes de la aparición de todos los síntomas de la enfermedad… Se trata de anticiparse al futuro” [3].

La neurociencia cognitiva es el discurso ideológico más totalitario hasta aquí alcanzado bajo la forma de un argumento pretendidamente científico. El proyecto de un mundo basado en leyes de la biología, reducido a la naturaleza, planteado con criterios funcionales, pragmáticos y utilitarios desde el punto de vista evolutivo de la especie, con una lógica del costo-beneficio, simplificado a preguntas simples y respuestas de laboratorio no deja de ser una cosmovisión con tintes científicas.

Cierro con una frase de Freud: “Una cosmovisión es una construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso”. Ya lo había advertido, refiriéndose al siglo XX. “Estaba reservado a nuestro siglo descubrir el presuntuoso argumento de que semejante cosmovisión es tan pobre como desconsoladora, que descuida las exigencias del espíritu y las necesidades del alma humana”. El sujeto y la palabra nunca dejarán de ser un estorbo para cualquier ficción con tintes absolutistas.

Pero en el mientras tanto, cuidemos a nuestros niños y jóvenes, preservándolos de la perversa maquinaria de evaluar, expender psicofármacos y consumir terapias conductistas.

Ahora sí, estaríamos en condiciones de preguntarnos por las consecuencias para la clínica o para la educación de la legitimación de esta operación de reducción que va de la biologización de la conducta a la biologización del ser humano. Pero eso quedará para otra oportunidad.

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Notas

  1. Ibáñez, A. y García A. Qué son las neurociencias. CABA: Paidós, 2015. Nora Bär en el prólogo.
  2. Manes, Facundo. Usar el cerebro. 26ª ed. CABA: Planeta, 2016.
  3. Entiendo que la forma de divulgación de estos conocimientos pseudocientíficos, sin referencias y sin sujeto de la enunciación, me exime de abrumarlos con citas pero pueden corroborarlo haciendo ustedes la propia lectura.

* Laura Kiel – Psicoanalista. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial del Psicoanálisis. Docente e investigadora (Universidad Nacional de Tres de Febrero).

Fuente: www.pagina12.com.ar/38401- 18-5-17

 

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